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Caballos en Daroca

Posted By Joaquín Sánchez Vallés On 23/02/2012 @ 06:00 In El sueño de | No Comments

En homenaje a Rosendo Tello

-¡Como doncellas! ¡Como doncellas!

El poeta alzaba la mano para brindar la arábiga ponderación. Ante él, ante todos, en la noche, cuajaba el milagro: dos caballos finísimos sonaban en la piedra de las calles, asomaban en cada revuelta como apariciones, uno aquí, otro allá, Lémures de la sombra, Manes de la Daroca gótica y musulmana. El poeta afectaba, en el aire del primer verano, su blanca cabellera de viejo sabio, sus ojos fatigados de lecturas y de conocimiento, su expresiva mano que inauguraba un zéjel o una casida:

-¡Como doncellas! ¡Como doncellas!

Sí, como doncellas extraviadas pasaban los caballos, fibrosos y delgados, relinchando a lo lejos, anunciando con la oquedad rítmica de sus cascos su sorpresiva materialización al volver una esquina, al enfilar una pendiente arriba o una pendiente abajo, uno aquí, otro allá, nunca juntos, bajo la anaranjada luz de una farola, en la extendida sombra de una plaza. Uno blanco, como una luna descendida a tierra, con una mancha de niebla gris en torno de los belfos. Otro alazán, como traído en una carabela de las islas de las especias, casi oliente a canela y quemada vainilla. Ambos espantadizos y nerviosos, con rápidas culebrillas bajo la nocturna piel brillante.

Calle Mayor. Daroca.El Congreso de Escritores recorría Daroca, en silencio. En un silencio recogido, sagrado y jubiloso, como había pedido el viejo poeta de las canas marinas que dirigía el cortejo con la sabiduría de un anciano jeque árabe. Tras él seguían escritores y vecinos, ocupando con respeto las estrechas calles penumbrosas, empedradas y retorcidas, propias para un amor de gueto judío o un duelo de honor barroco. La procesión desembocaba en plazas o plazuelas, o meros ensanches del urbanismo medieval. Allí se detenía. Entonces, el jeque aragonés que había comparado a los caballos con huríes del desierto, con un dulce gesto imperioso, hacía destacarse de la multitud a otro poeta para que leyese algún poema de Ildefonso. Se recitaba a Ildefonso. Se homenajeaba a Ildefonso. Se recordaba a Ildefonso, tan recién muerto.

El Congreso recorría Daroca. Los distintos poetas iban leyendo versos. Silencio, cada vez. Silencio en vez de aplausos. Así se solemnizaba la muerte del poeta mayor. Sólo a veces, al final de un poema, resonaba un relincho en una bocacalle, o un fantasma equino se manifestaba a la dudosa iluminación nocturna sorprendiendo y asustando a los concurrentes, para huir enseguida, más sorprendido y asustado aún. Los caballos. Separados. Uno una vez; otro, otra. Relinchando en la noche. El blanco, un cuajarón de bruma que condensaba al Congreso en el ángulo de una plaza. El alazán, una lluvia canela que dividía en dos la fila de escritores al cortar de repente una calle. Como si Daroca quisiera sumarse al homenaje. Como si, conmovida por los versos de Ildefonso, hubiera hecho surgir del barro ibérico aquellos dos caballos divinos, como dos embajadores telúricos.

-Pero ¿de dónde han salido estas bestias?

Un novelista vino a aclararle al ignorante preguntador:

-Estos vienen de la Cárcel, hombre.

-¿?

-La Cárcel de Daroca. Es muy grande y hay muchos funcionarios. Y algunos tienen caballos para practicar la equitación. Estos dos han debido de escaparse de la cuadra, o separarse de alguna reata que los llevaba o los traía, y aún no los han encontrado.

-Pero ¿cómo es que andan de aquí para allá, de esta manera? ¿No saben regresar? –el ignorante era de la cofradía de los poetas comandados por el sabio.

El novelista, joven, atlético, se dignó explicar todo lo que sabía:

-Los caballos se acostumbran los unos a los otros, tanto que llegan a no poder vivir separados, y sufren si se encuentran lejos. Mira estos dos: lo que les pasa es que se están buscando. Se buscan con relinchos. Cuando se lanzan entre nosotros, es que se han oído y quieren juntarse. Por lo que sea, se han metido en este laberinto de callejas y no saben salir. Y, lo que es peor para ellos, no saben encontrarse. Por eso se les ve nerviosos, asustadizos, nos miran, nos empujan, se retiran… Son como las personas, que no estamos hechas para la soledad. Yo, cuando vivía en el campo, tenía caballos y una vez salí con uno a galopar. A la vuelta, su compañero, que se había escapado de la cuadra por lo que te digo, se había puesto a relinchar, a la entrada del pueblo. El que yo montaba, al oírlo, se lanzó como una flecha, en línea recta, que no lo podía detener… Casi me tiró por un barranco. Menos mal que al final lo pude dominar. Y es que los animales son así, se guían por su instinto. Aunque no hay tanta diferencia con nosotros…

CaballoA la explicación, el ignorante apenas si había intercalado cuatro o cinco gruñidos fáticos. Creía recitar bien y le gustaba hablar. Pero, cuando se encontraba con alguien que sabía más, prefería escuchar para aprender. Tal vez esa fuera su única virtud.

El novelista, con la boca algo seca del discurso, remató:

-Lo que no entiendo es por qué no han salido los caballerizos a buscarlos.

En ese momento, el alazán de arena mediterránea, como una ola detenida del mar griego, asomó en una encrucijada y se quedó parado ante el pasmo consabido de la poética procesión. El novelista, domador de caballos, sin pensarlo una vez, lo tomó de la rienda y lo fue calmando con fuertes palmoteos de cariño en el cuello. Como el protagonista de un filme épico de romanos o vaqueros, le iba hablando en voz baja hasta que lo docilizó y se dejó llevar en la riada como un vecino más de Daroca, tal vez como poeta o quizá mejor como pura metáfora.

Apenas había dado diez pasos integrado en el Congreso itinerante, cuando apareció un patán quejumbroso, iracundo, una vara en la mano y un insulto en la boca.

-¡Deja a ese caballo, joder! ¡Que lo dejes! –bramaba.

El novelista, sin amilanarse, le cedió las riendas:

-Toma, hombre, toma, si te lo he calmado. Yo también entiendo de caballos.

Muchas veces la educada calma vence al salvajismo, y así fue en este caso. El caballerizo tomó el ronzal sin nuevos exabruptos y fue a reunirse con otro compañero que había conseguido atrapar a la doncella blanca. El Congreso desembocaba en una plaza grande donde iban a leerse los últimos poemas de Ildefonso. Los escritores y sus amigos de Daroca bajaban por las anchas escaleras. Los dos caballos, calmados desde su encuentro, seguían dócilmente los pasos de sus cuidadores, a sumirse en la noche por una travesía lateral, camino de las cuadras de la Cárcel.

Son como las personas,
que no estamos hechas para la soledad

Entonces sucedió. Al fondo de la plaza, por donde los caballos se retiraban, brilló un flash. E inmediatamente brotaron los gritos y los improperios:

¡A mí no me haces fotos! ¡A mí no me haces fotos! ¡Me cago en Cristo! ¡Me cago en la Virgen! ¡A que te meto el palo por el culo! ¡Pero qué te has creído tú! ¡A mí no me haces fotos!

El bruto que llevaba al alazán levantaba la vara amenazante contra alguien que había osado retratar aquellas dos maravillas. El bruto no sólo era bruto, sino supersticioso y primitivo. El Congreso retrocedió, sobrecogido por un conjuro del Paleolítico. El ignorante, a quien le tocaba cerrar la lectura de Ildefonso, calló con un gallo cortado. Creía no recitar del todo mal, pero se sentía, como cualquiera, incapaz de imponerse a la adversa fortuna. Los caballos salieron de la plaza mientras se escuchaban todavía los juramentos rurales del palafrenero:

-¡Me cago en todos vuestros muertos!

Aquellos caballos, que, libres, habían acudido a homenajear al muerto Ildefonso, en manos de los hombres se habían convertido en implacables reventadores. Y es que no debían de sentirse muy a gusto. Al fin y al cabo, los llevaban a la Cárcel.

 

* Este pequeño relato rememora el Primer Congreso de Asociación Aragonesa de Escritores, que se realizó en Daroca y tras el cual se hizo una ronda poética recitando poemas Ildefonso Manuel Gil, muerto ese año de 2003.


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