Ladrona

Se arregló. Echó una breve ojeada al espejo y sonrió. Aquel aspecto era otra cosa. Las ojeras con las que había amanecido después de una noche en vela las disimuló con un lápiz corrector; pintó sus pestañas y dio un poco de color a las mejillas como alertando a su piel para que no se aletargara. Un brillo chispeante que le brotó de las pupilas y una sonrisa se encararon con aquel trozo de cristal que devolvía su imagen. Era su rebeldía. Todavía lo retaba y lo desafiaba. No iba a consentir que en su diaria comparecencia ante él, éste fuera grabando demasiados amaneceres sin luz, demasiados rictus de angustia. En definitiva, aquél pedazo inerte ante el que se contemplaba, le hablaba de sí misma. Todo lo guardaba y todo lo reflejaba.

MiradaCon una energía desbordante, salió a la calle dispuesta a robar. En toda la noche no lo había conseguido y no importaba que ya no hubiera oscuridad. Lo que ella buscaba no tenía horario. Un impulso sin control le brotaba. Sin embargo, no quería que fuera evidente que era una ladrona. Las cosas se podrían complicar si alguien se enterara. La ciudad siempre hablaba, nunca estaba silenciosa, pero ella era muy cauta y tomaba todo tipo de precauciones.

Se situó de manera estratégica en una terraza del paseo, bajo el sol de una primavera que, seguro, habría hecho ya de las suyas a diestro y siniestro. Era inevitable. Todo se revolucionaba. Era la coctelera perfecta que necesitaba si quería obtener un buen resultado y marcharse a casa contenta. Todo era cuestión de observar detenidamente. Tenía la seguridad de que ese día iba a tener éxito en su tarea. Se iba a dar todo el tiempo del mundo. No tenía prisa si el resultado era satisfactorio.

Le llamó la atención un matrimonio anciano. Iban de la mano, como unos adolescentes. La mujer parecía tener bastante carácter y con su mano delgada con signos de artrosis, sujetaba fuertemente el bolso colgado del hombro; él reflejaba más serenidad en su rostro. Caminaban juntos, como apoyándose el uno en el otro. Con la inseguridad del paso de los años, pero con el soporte de la mutua compañía. De vez en cuando el hombre miraba a su pareja y sonreía con complicidad. El tiempo no le había hecho perder el cariño inmenso que sentía por ella y eso se notaba. Había pequeños detalles que lo delataban.

Iba a cometer un robo,
sin fuerza ni intimidación

Se sentaron muy cerquita de su mesa. Presintió entonces que era el momento de actuar. Eran su presa. No lo dudó: sin pensárselo, se coló en la piel de la mujer que se había situado enfrente de su pareja. Entornó los ojos y comenzó su tarea silenciosamente. Iba a cometer un robo, sin fuerza ni intimidación. Apenas se notaría. No podía perder ni un momento. Le robó su identidad y se vio a sí misma en la vejez, rodeada de la ternura de unos brazos ya cargados de mucha existencia, pero suficientes para sentirse arropada por ellos y envuelta en aquella mirada tan hermosa.

Estaba robando, sí, robando. Era una ladrona de historias de amor y aquel día había salido a incrementar su botín. Lo necesitaba, era vital para ella.

No sabía que hubiera ningún artículo en el Código Penal que tipificara a sus actos como un delito. Daba igual. Se prometió a sí misma seguir aumentando sus ganancias, por la noche o por el día, no importaba. Seguiría robando todas las historias de amor que pudiera. Eran hermosas.

 

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