Esta casa es una ruina

En teoría al menos, todos tenemos derecho a una vivienda, a un techo bajo el que refugiarnos —junto a nuestra familia— al final de cada día. La realidad ha sido siempre bien distinta. Recuerdo mi visita al albergue de Zaragoza, como jurado de un certamen literario, y lo que algunos de los allí presentes me transmitían a modo de disculpa, o de consigna, en cuanto tomaban confianza: «Nunca pensé que yo podría acabar aquí». Y les estoy hablando de hace un par de años, cuando los efectos de este tsunami devastador llamado crisis eran, todavía, incipientes.

Stop deshauciosAhora, a todos se nos rompe el corazón un día tras otro cuando leemos en la prensa o vemos en televisión esos sangrantes desahucios que personalizan, en forma de tragedias humanas, el fracaso de unas estructuras políticas, económicas y sociales que nos han llevado hasta el colapso. Esa familia numerosa sin ningún recurso obligada a acudir, Dios mediante, a los servicios sociales para poder subsistir. Esos avalistas que lo han perdido todo a causa de terceros —parientes y examigos—. Ese matrimonio joven que intentó hacer realidad sus sueños nupciales en una época en la que los perros se ataban a los árboles con longanizas, porque esas mismas longanizas caían de los árboles en cuanto los sacudías.

Aunque doloroso, es comprensible conocer que algunos de estos dramas acaban con pérdidas del todo irreparables, en forma de suicidios. La solidaridad de determinados vecinos de estos desahuciados, que les acogen en cuartos, locales o trasteros para evitarles, temporalmente, la ruina de la calle, no puede ocultar la injusticia y sinrazón de una sociedad en la que miles de nuevas viviendas languidecen vacías en poder de los bancos y de las inmobiliarias —que no van a lograr nunca colocarlas—, mientras tantas y tantas familias están perdiendo las suyas, quedándose sin nada —salvo con una insalvable deuda de por vida— para engordar aún más ese espectro de viviendas bloqueadas.

Nunca pensé que yo
podría acabar aquí

Todos hemos sido, no nos engañemos, culpables del desastre. Resultó fácil ceder ante la tentación de ese Eldorado institucionalizado que nos ha generado estos barros. Una hipoteca a cuarenta años con un cargo mensual idéntico a la nómina; un crédito rápido para darnos el capricho que esos otros se han dado y nosotros también nos merecemos; ese unifamiliar maravilloso que no podremos pagar hasta que vendamos nuestro primer piso, pero qué importa eso ahora que la economía sube, sube y sube y el dinero parece ser que se fabrica solo.

Somos humanos. Ilusos y, en según qué aspectos, un poquito necios. Creímos que esos bancos que nos tendían la mano, y nos animaban a firmar esas condenas económicas perpetuas, eran de los nuestros. Que los gobernantes gobernaban para los ciudadanos y que tenían, por lo menos, la preparación especializada que a nosotros nos faltaba. Que era honestidad, complicidad, lo que las entidades financieras nos prestaban sin hablarnos nunca del impago ni de la letra pequeña. Así, llegamos a sentir que la ambición, el entrampamiento y la especulación eran los pilares sostenibles del bienestar económico. Luego vino el desenlace y nos dimos cuenta del engaño, del que por supuesto también éramos partícipes, cuando ya era tarde.

Pero así como los gobernantes y los banqueros, los instigadores del bluf, los que animaron el cotarro y tasaron las viviendas a precios imposibles, permanecían blindados y eran rescatados de las consecuencias, los engañados-cómplices nos quedamos solos, arruinados y desconcertados, sin trabajo, sin apoyos, como peones de un tablero de ajedrez que van a ser sacrificados. Con el tsunami desatado apenas nos queda el pataleo, el sacrificio, el instinto y la colaboración para sobrevivir a la hecatombe. En la anterior crisis, la del 29 en los Estados Unidos de América, se suicidaban los economistas; ahora, en la nuestra, son los desahuciados los que se quitan la vida. Pero el suicidio no es ninguna solución: tenemos que reinventarnos y encontrar nuevos caminos para salir adelante. Eso sí, sin dejarnos engañar de nuevo por los falsos lujos, los mandamases y los espejismos de grandeza que nos han arruinado la existencia.

 

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