Historia marciana en Navidad

El autobús avanza. Desde las ventanillas se ven guirnaldas y luces de colores; entre frenazo y frenazo los rasgos de los viandantes titilan al compás de los guiños de los escaparates ¡Compra!, ¿Compras? El paquidermo rodado regatea en el tráfico seguro de su poder y en el cristal veo el reflejo de un rostro que parece el mío, no estoy seguro, hace tiempo que dejé de mirarme en los espejos. Otro frenazo consigue que la imagen zozobre en mi zozobra, soy yo por tanto, y mientras me vuelvo a observar rebotan en mis ojos otras caras, tan cercanas como ignoradas, compañeras de trayecto, poco más; a lo sumo peso neto del vehículo. Están ahí, van y vienen, viajeros a paradas asoladas por la guerrilla urbana del caos calculado, suben y bajan, emergen del humo y desaparecen, como los lugares por donde transitábamos hace un minuto, camino del anónimo.

Una conversación se mezcla con otra, charlar por el móvil parece requerir de buena voz, siempre que se habla por ese dichoso artefacto se grita, es curioso. Un mismo techo, otros mundos; hombro con hombro conversan los hemisferios y el eco de las palabras se desparrama a cuatro voces por la intrincada red de la tecnología. Babel, dice la Biblia, es un castigo de un dios poco divino. Babel es la incógnita, la llave de la diferencia, la evolución.

La voz de robot con las baterías bajas farfulla algo sobre la siguiente parada; a la abertura de puertas la corriente carnal se filtra por las aceras y nuevas pieles se suben al carro de la victoria con el frio de la tarde en sus abrigos. Otra voz robótica manda pasar al final del autobús. El chófer blasfema porque nadie hace caso. Los alientos se pierden el respeto y las miradas no saben dónde esconderse. Ni siquiera me alegro de estar sentado, me agobia el agobio, tengo que llegar cuanto antes a mi capsula espacial.

Para estar en Navidad las caras policromas no parecen celebrarlo, son taciturnas, ausentes pero presentes en un día cualquiera. No ríen más que lo harían otro día cualquiera ni padecen menos que otro día cualquiera, pero hoy es Navidad, lo dicen todos los carteles, incluso por encima de nuestras cabezas miles de bombillas de mil colores anuncian eso mismo: que es Navidad. Babel se empadrona en Babilonia. Todo está en venta, el bacanal luce escaso y los mirones no pagan por mirar las tetas de las vacas flacas. Vamos todos como flanes en un sin dios de acelerador y freno. Estoy llegando a mi destino pero conseguir la brecha necesaria para escapar no me será fácil. Me tuerzo un pie al caer del estribo y el dolor se amansa con el influjo del neón que se apaga y se enciende; menos mal que no se ha roto lo que llevo en la bolsa. Cojeo, casi arrastro el pie para avanzar, llegar a mi capsula es imprescindible.

Vamos todos como flanes
en un sin dios de acelerador y freno

Los sensores anuncian que estoy cruzando la exosfera, la ventanilla me refleja cuando veo aquel planeta azul volviéndose más pequeño cada vez. Es hora de abrir el paquete. La estrella brilla, está en perfecto estado. Me la vendieron para colgar en la puerta o ponerla encima del perchero o sobre un árbol de plástico, me dijeron que era polivalente. La reconocí enseguida, es Orix 23, está cerca de casa. Es una estrella de mi constelación, de las más grandes y al parecer muy conocida en ese planeta que acabo de dejar porque contaban que sirvió de guía a unos reyes. Debe ser leyenda porque a tenor de los datos Orix 23 jamás varió de órbita. Ellos no lo saben pero para qué desilusionarlos más aún si acaban de descubrir lo cara que se ha vuelto la Navidad y están tristes y desorientados.

Hay titulares de prensa que en su compendio son una enciclopedia. Como en el Día de Navidad no hay periódicos tuvo que ser al siguiente cuando se publicó la noticia:

“Muere atropellado en la acera por una moto cuando descendía de un autobús urbano en Nochebuena. En la mano llevaba un bolsa de papel vacía”.

 

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1 comentario

  1. Un relato genial de ricos matices críticos con la Navidad, tal y como se empeñan en que la vivamos.

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