Los buenos

Pocas cosas de la realidad cotidiana me han sobrecogido tanto el ánimo como contemplar un pueblo abandonado de estos que abundan en ciertas zonas del país. El que tengo ante mis ojos es el de mi padre, el mismo que yo recuerdo lleno de vida cuando todos los veranos pasaba con mis padres unos días en casa de mis tíos, en una versión años 50 de lo que hoy entendemos como vacaciones de verano. Aquellos días llenos de eras alfombradas de mies trabajada por el eterno camino circular del trillo, poblados de ranas y gorriones huidizos, atestados de aventuras pequeñas que abrían mundos inocentes a la imaginación… ¡Qué tristeza la de estas casas ahora vacías, mudas, devoradas por el tiempo, mordidas por el abandono! Cuanto más pobres eran, antes y con más intensidad han sufrido sus dentelladas: fueron las primeras en perder sus pobladores, las que peor resistieron la violencia de las tormentas estivales, la garra helada del invierno, los embates sin tregua del cierzo, las primeras en doblar la cerviz de sus vigas y columnas hasta quedar sus ventanas, como ojos extraviados, mirando a la tierra estéril o al cielo inclemente y sus puertas reventadas vomitando ruina.

casa de piedraSolo casa Castilfuerte parece estar a punto de abrir sus puertas en cualquier momento. Es un soberbio edificio de piedra mampuesta en los muros y de soberbios sillares en las esquinas, jambas y dinteles. Casa Castilfuerte, la casa del amo. El amo, sí. Así llamaban los lugareños al señor de aquella casa. Y no les debía faltar razón para ello: en las elecciones que hubo cuando la República, reunió a criados y deudores, les entregó un pan blanco y las papeletas del voto y los acompañó a depositarlas en la urna. El amo, sí señor.  Acaparaba en su patrimonio gran parte – la mejor – de las tierras y los ganados de aquel pueblo. ‘Ganados’, ¡qué palabra tan inexacta!: los del amo no habían sido ganados sino heredados y, por lo que he sabido más tarde, mal administrados. Ganarlos solo se los ganaban, si podían, mi tío y Tomás y Ambrosio y Tesifonte y … los que nunca saldrían de pobres.

Casa Castilfuerte presidió de siempre la Calle Alta que luego el amo hizo llamar Calle Mayor. En esa misma, un poco más adelante todavía encuentro la casa de mis tíos. ¡Qué horror! Apenas alcanzo a reconocer en esta ruina la casa que yo atesoro en mi memoria cargada de recuerdos infantiles. Alguna viga central ha debido de sostener la estructura por el medio y los laterales de la fachada han cedido. Se diría que me mira con ojos tristes de agonizante. ¡Cuántos recuerdos desterrados por la ruina, que ya no tienen casa a que acogerse!

Y ahí, casi enfrente, casa Penuria. No eran de los más pobres, pero lo habían sido, al parecer, hasta que el abuelo, al que yo ya no conocí, con el permiso del amo había  puesto en pie una paridera hundida en lo más duro del monte. El amo le pagó el trabajo con unas pocas cabras y ovejas. El abuelo Penuria multiplicó aquel ganado y explotó las ganancias a medias con el amo. Con aquellos y otros muchos trabajos extras fue comprando las tierras que abandonaban los primeros que emigraron del pueblo – las malas: las buenas se las quedaba el amo – y labrándose así, poco a poco, un discreto patrimonio. Y, de paso, cosechó las envidias de muchos de sus vecinos.

Al abuelo Penuria y a sus dos hijos mayores se los llevó por delante la posguerra y la envidia de quienes decidieron que era el momento de salir del hoyo quedándose con el fruto del trabajo de aquel hombre de bien. Pero la abuela Felisa – a la que yo sí conocí – cogió a Tomás, el hijo que le quedaba, se plantó en casa del amo y le suplicó de rodillas que no permitiera que hundieran en la miseria a aquella criatura. El amo medió en el asunto y consiguió que nadie despojara de sus propiedades a aquella viuda ni a su hijo de 15 años, Tomás.

A ese sí lo guardo bien entre mis recuerdos de infancia.

pueblo abandonado

……………………………………………….

- Mamá dice que el señor Tomás es malo. Que no va a misa y que además…

- Tu mamá tiene razón: no va a misa, es verdad. Tomás de casa Penuria no va a misa. – Pilar calló un instante antes de terminar misteriosa y contundente – Pero él sabe por qué.

- ¿Por qué, tía? ¿por qué no va a misa el señor Tomás?

- Son historias viejas, cosas… de la guerra. – contestó Pilar tras un silencio espeso – Cuando seas mozo, ya te las contaré.

- Jo, tía, que ya soy mayor. Venga, cuéntamelas.

Por toda contestación mi tía aceleró el ritmo de realización de sus labores de la casa. Siempre hacía lo mismo cuando no quería contestar, lo recuerdo muy bien. Y que, si querías alguna pista de lo que pensaba y no decía, solo te quedaba fijarte en la cara que ponía al callar.

Unos días antes, le había preguntado cómo era que se les ocurría a Juanito y Micaela ir al huerto muchos días cuando ya casi era de noche.

- Cosas de la vida – me contestó, se calló y sus labios dibujaron una sonrisa.

Pero el día de lo del señor Tomás y la misa se quedó muy seria, demasiado seria: a mí no me parecía un asunto tan importante, la verdad, pero ella se quedó muy seria. Pensé que lo grave debía de estar en las razones de aquel hombre. Me tenía que enterar.

Yo sabía que el señor Tomás, siendo muy joven, había perdido a su padre y a sus dos hermanos mayores y se había tenido que hacer cargo de la hacienda. Mi tío José siempre decía que ‘lo había llevao todo cara alante con dos cojones’. (Mi madre, cuando al tío se le escapaba un taco, que era muchas veces, lo miraba poniendo muy serios sus ojos claros y dulces y le reñía ‘José, esa boca’).

Era Tomás un hombre alto, corpulento y fuerte pero no tosco: trataba a su madre con respeto y veneración, como si continuamente quisiera resarcirla de las penas que le habían tocado en desgracia. Sobre su mujer en cualquier momento se le podía oír ponderando lo mucho y bien que trabajaba ella y lo bien que llevaba la casa o le echaba una mano en el campo si era menester.

Eso sí, Tomás no toleraba que nadie discutiera lo que él disponía que se había de hacer en su casa; y en la educación de sus dos hijos era también extremadamente autoritario. ‘En una casa, con uno que se equivoque basta. Y aquí el único que acierta o se equivoca soy yo’. Ese era el lema de su gobierno doméstico y lo ejecutaba a rajatabla.

A mí el señor Tomás me caía bien y no me gustaba que mamá dijera de él que era malo. Total por no ir a misa. Y eso que mi madre no sabía lo demás: de lo de la tormenta solo habíamos sido testigos tía Pilar y yo. Menos mal que mamá no se enteró, porque no me hubiera dejado ir por casa Penuria  nunca más. Con lo bien que me lo pasaba yo acompañando al señor Tomás a abrevar las mulas, montado en la torda, que era su preferida.

- La mula más pincha de todo el pueblo estás montando, zagal. Ni el amo tiene una así.- Y me daba instrucciones -Tú, con las piernas bien prietas y la espalda bien tiesa ¿eh? No montes como algunos de este lugar que parecen sacos de patatas encima de las caballerías.

mula y niñoMientras podían vernos mis padres, él llevaba las riendas de la mula y hacía como que me sujetaba de una pierna. En cuanto desaparecíamos por la esquina, me encomendaba las riendas y dejaba que me las arreglara solo. Algunas veces incluso palmeaba la grupa de la mula poco antes de llegar al abrevadero para que el animal me llevara hasta él en un trote que a mí me parecía elegante y arriesgado.

No era malo Tomás, no señor. Ahora que lo del otro día durante la tormenta…fue muy… tremendo. Yo me asusté. Pero luego, pensándolo bien, lo entendí. Estábamos solos en casa mi tía Pilar y yo. Y empezó a llover con gana. Ayudé a mi tía a recoger la ropa que tenía tendida en el corral y subimos a ponerla a secar en la falsa. Oímos la voz del  señor Tomás:

- Esta puta lluvia me va a tumbar los trigos, que están por segar.

De pronto la lluvia arreció y tía Pilar comenzó a preocuparse.

- ¿Dónde habrá cogido esta tormenta a tu tío? Pero… ¿es que está granizando? Anda, abre el ventano a ver si es granizo.

Yo lo hice mientras estallaba en mis oídos una terrible blasfemia rugida desde la casa de enfrente por el señor Tomás. Granizaba con una furia increíble. Y mis ojos tiernos de futuro comulgante contemplaron otro espectáculo sobrecogedor: el vecino, con medio cuerpo fuera del ventano de su falsa, dejaba que el pedrisco golpeara su rostro alzado al cielo señalado por su puño amenazante y chillaba con voz desgarrada:

- Si tienes cojones, baja tú a joderme la cosecha. Eso si tienes cojones.

Alguien lo arrancó del ventano para que no siguiera inundando el pueblo de blasfemias. Mi tía Pilar cerró el que yo había abierto y, cogiéndome de los hombros, me recomendó:

- No hagas caso de estas cosas. Está muy mal decir esas barbaridades, pero es que el pobre Tomás… estaba muy ilusionado en comprar, con las perras que sacara de la buena cosecha de este año, el tractor viejo que se va a quitar el amo. Y ya ves tú: se le va todo a hacer… gárgaras por una puñetera pedregada. Y no les cuentes esto a tus padres, que son capaces de no volver por el pueblo y, desde luego, de no dejarte ya nunca ir a montar la mula torda de Tomás. ¡Menos mal que están de visita en casa del secretario!

Tía Pilar siguió largo rato hablando de lo buena que era mi madre, demasiado buena para su gusto. De lo mucho que los quería a ellos y los ayudaba con los estudios de su hija (mi prima vivía con nosotros en la capital para poder estudiar bachiller). Y de lo que la quería y la respetaba el tío José, que a nadie más que a ella le aguantaba que le corrigiera continuamente por decir tacos. Y pasó a hablar del ‘pobre Tomás’.

- Lo que le ha tocado trabajar siendo bien crío, desde que le mataron al padre y a los hermanos mayores.

- ¿Qué los mataron? ¿Y quién los mató? ¿Estaban todos en la guerra o qué? ¿También el padre había ido a la guerra?

Mi tía ya no me hacía caso: parecía atender solo a la voz de mi madre que en ese momento llamaba desde el portal:

- Pilar, que dejamos los zapatos aquí en el lavadero: los traemos perdidos de barro. ¿Está el chico contigo?

- Sí, sí; aquí estábamos de palique – y me guiñó, cómplice, un ojo.

- ¿Se te ha pasado el dolor de tripa, hijo? –dijo mi madre acariciándome el pelo al llegar a mi lado.

Yo ya no recordaba a qué se refería mamá y se me hubiera notado de no ser por el capote que me echó tía Pilar:

- Sí, sí: en cuanto se ha echado un par de… truenos, se ha quedado como nuevo. Todos los presos quieren verse sueltos.

Venían de visitar a la familia del secretario con la que nos veíamos con cierta frecuencia en la ciudad. Yo no había querido ir porque tenían un hijo seminarista que era muy aburrido y solo me enseñaba sus misales y devocionarios. Así que había pretextado que me dolía un poco la tripa y, con el apoyo de mi tía, había conseguido quedarme en casa.

Cuando papá y mamá se hubieron calzado de nuevo, se sentaron en la cadiera de la cocina a hacer tertulia con mi tía. Papá comenzó a comentarle a su hermana lo que habían visto al llegar a casa.

columpio1- Estaba Tomás sentado en el poyo estrujando un manojo de espigas desgranadas por el pedrisco. Yo hubiera dicho que lloraba. Pilar, ¿qué tal les va a los Penuria?

- Pues les va bien, no creáis. Lo que pasa ahora, seguramente, es que Tomás esperaba los dineros de la cosecha de este año para comprarle al amo el tractor viejo. Ya habían hecho el trato y todo. Ahora igual Tomás no alcanza y el amo… se lo vende a otro.  Y a Tomás para tractor nuevo ni le llega, ni le va a llegar nunca. Eso él lo sabe.

- Luis – me dijo de pronto mi madre – bájate a jugar al portal, que estas son conversaciones de mayores y tú te aburres. Pero no salgas a la calle, que está llena de barro

Yo no me aburría, porque hablaban de Tomás, pero obedecí.

- ¿Puedo columpiarme solo en el columpio que me ha puesto tío José?                                                         

- Sí, pero con cuidado: no vayas a caerte.

Yo me lancé escaleras abajo pensando que, si hubiera estado presente mi tío, le hubiera dicho a mamá ‘Vas a atontar al zagal con tantos mimos’. En el último tramo todavía alcancé a oír la voz de mi madre que sentenciaba:

- Lo que le ocurre a Tomás es que tendría que ser un poco más humilde. Y saber perdonar, demonio, que ya han pasado muchos años.

Esas últimas palabras atraparon mi atención. ¿Se refería mi madre a que perdonara a los que habían matado a su padre y a sus hermanos? Aquello me interesaba. Tenía que hacer oreja. Y la hice. Até un saquete de almendras en el rústico columpio y le di marcha para que la argolla que sujetaba uno de los lados hiciera el ruido de costumbre. Me senté a media escalera y escuché.

- Y luego – seguía mi madre – la penosa costumbre esa de los domingos a la hora de misa. Allí todos plantados en la puerta de casa;  hombre, eso es mucha soberbia.

Eso lo había visto yo, sí, todos los domingos desde que veníamos en verano al pueblo. A la hora de ir a misa salían los Penuria en pleno a la puerta, perfectamente endomingados, y se sentaban en los poyos: en el grande de la izquierda Tomás, Manuela y sus dos hijos; en el de la derecha la abuela Felisa sola, dejando sitio… para los que no estaban. Saludaban a los vecinos que iban hacia la iglesia. Y esperaban, haciendo ostentación de no haber ido a misa, a que salieran todos menos el cura. Entonces se incorporaban a las costumbres comunes: volver a casa a terminar de preparar la comida o acercarse a la taberna de Narciso a tomar un vino o – los más rumbosos – un vermut con aceitunas.

- No me digáis que eso está bien – se acaloraba mi madre -: es un escándalo para todos pero sobre todo para los niños que no saben de qué va la cosa.

- Mira, Mariana, en este pueblo – replicaba mi tía con suavidad – todos los críos han acabado sabiendo que los Penuria no van a misa porque los falangistas les fusilaron al padre y a los dos hijos mayores.

- Pues muy mal hecho haber dado lugar a que se enteraran.

- En un pueblo es inevitable – terciaba mi padre -: aquí, si no quieres que algo se sepa, no lo hagas. Si no, con el tiempo…

- Y además – resistía mi madre – ¿qué tiene que ver eso con que no vayan a misa? Que no traguen a Franco vale, pero lo demás…

- Tú sabes que, cuando los falangistas de aquí los condenaron a muerte por haber ayudado a una partida de maquis  que luego hirieron de gravedad a dos civiles (de eso los acusaron)…

- Porque era verdad.

- Eso nunca se demostró, Mariana. Cuando meses después cogieron a uno de los maquis, resultó que no conocía al Penuria.

- Sí, hombre, como que lo iba a confesar. Tú también…

- Pues entonces los tres Penuria desaparecieron – continuaba mi tía – y los falangistas no los encontraban. Hasta el día siguiente de que la Felisa se confesara y de que, confiada en el secreto, le dijera al curadónde estaban los suyos.

foto3

¿Y eso quién lo sabe?

- Felisa lo supo bien en sus carnes. – Se hizo un largo y tenso silencio tras el que mi tía continuó – Y yo en las mías también – silencio de nuevo -, porque Pedro, su segundo hijo, me quería a mí; y yo a él, que para noviembre aún le dejo flores por el campo; como no sé dónde está enterrado, un año en cada sitio, donde me van diciendo que puede estar.

- Pilar, yo nunca supe eso. – decía mi padre rompiendo la losa de silencio helado que mi tía había dejado caer – Igual no se sabe todo en los pueblos. Ni en las casas.

- Pues ahora ya lo sabes, Juan – bajos los ojos y el tono de la voz -.

- Y José ¿qué dice de eso?

- Pues lo sabe y lo comprende porque es un hombre como se debe ser – declaró mi tía con orgullo -. He tenido mucha suerte con tenerlo para mí.

- Todos lo queremos, Pilar. – La voz de mi madre sonaba en sordina, como si llorara – Y perdona por lo que he dicho antes sin saber…

Me deslicé de nuevo a mover el columpio, ahora subiéndome en él. Y allí me encontró mi tío José que llegaba del tajo empapado hasta los huesos.

- ¡Hala, tío, te has calado!

- Sí, zagal, estábamos bastante retiraos del pueblo y, aunque hemos corrido cuando se ponía fea la cosa, nos ha pillao. Nos hemos cobijao bajo una acacia, pero ya sabes lo que dice el dicho: ‘El que se cubre con hoja dos veces se moja’. Y además las acacias son mu falsas, mucho.

Me encantaba que mi tío se molestara siempre en darme explicaciones como si fuera una persona mayor. Lo hacía con todo. Iba a ser verdad eso que le había oído a mi tía hace un rato, eso de que mi tío era ‘un hombre como se debe ser’. Me sentí orgulloso de ser  su sobrino.

- No sé qué le pasa a Tomás. O sí lo sé: está allí en el poyo pateando espigas. Me cago en… – me miró y no terminó la frase – Ahora me cambio y bajo. Anda, zagal, pasa y díselo. Dile que ahora mismo bajo.

Crucé la calle desoyendo las instrucciones de mi madre y me acerqué al señor Tomás, a aquel amasijo humano de un cuerpo que se retorcía bajo la ropa empapada gruñendo una cascada de blasfemias imposibles, que estrujaba la boina con aquellas manazas que también sabían de caricias y que pateaba contra el barro un manojo de espigas vacías, absurdas.

Yo quería decirle que no se preocupara, que él mismo me había dicho que en las tormentas rápidas como la de hoy el granizo solo machaca una franja de terreno, larga, larga, pero una franja; que al año que viene también sería buena la cosecha y que mi padre convencería al amo para que no le vendiera a nadie el tractor viejo, a nadie más que a él. Pero no supe decir nada. Ni lo que me había encargado mi tío me acordé de decirle.

Él se percató de mi presencia, levantó la cabeza y me miró de frente. Nunca me había mirado así, casi daba miedo. Pero sus ojos, poco a poco, fueron perdiendo la furia que los hacía inaguantables, fueron siendo los de siempre, serios pero tiernos. Y de lo hondo de su garganta salió una voz más ronca que de costumbre que me recriminó tiernamente:

- A ver si mañana, que no habrá tormenta, – todavía resopló con furia – no nos olvidamos de llevar las caballerías a abrevar. Ahora que la cosecha se ha jodío, habrá que cuidar el ganao ¿no te parece, perillán?

- Pues claro, señor Tomás, allí estaré a la hora de siempre.

Y salí corriendo porque algo me estrujaba la garganta. Cuando ya iniciaba la subida de las escaleras, retrocedí y me asomé al portal y grité:

- Que dice mi tío que ahora mismo baja; en cuanto se mude.

Ya más calmado, subí las escaleras, fui a la cocina, donde seguían mis padres y mi tía, me planté delante de ellos y les espeté:

- ¿Sabéis lo que os digo? Que el señor Tomás es bueno.

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