A propósito de escrache

Voy a abordar un tema bastante delicado y de absoluta actualidad, fruto de los tiempos críticos que corren y de la desazón generalizada en que andamos sumidos los españolitos: los escraches. Este término de origen argentino describe una fórmula de acción directa que consiste en una manifestación realizada por los activistas ante el domicilio o el lugar de trabajo de aquél al que se pretende denunciar.

La Plataforma de Afectados por las Hipotecas fue la primera organización en España que lo realizó. El caso es que ante la indignación generalizada y el estado imperante de frustración, desesperanza y aborrecimiento que todos compartimos, el impulso inicial es amparar y defender la realización de estos escraches. Que se jo… los políticos. Ellos —así, en abstracto— son los culpables de todo. Y nos parece más que lícito, incluso merecido, trasladar a las puertas de sus casas esos gritos ciudadanos que, desgraciadamente, parecen obviar día tras día cuando “sólo” los expresamos por los cauces democráticos convencionales. Molestar a esos mandamases tan altivos y distantes con los electores, y encontrar en dichas concentraciones un altavoz mediático para las demandas ciudadanas, parece un fin aceptable porque está dotado de una cierta justicia social que no puede cuestionarse.

Parece un fin aceptable porque está
dotado de una cierta justicia social

Pero el análisis detallado de los hechos resulta diferente. En primer lugar, partiendo del supuesto de que el destinatario del escrache fuera realmente culpable y merecedor de esas protestas, éste nunca vive aislado. Y el entorno que lo rodea se convierte en víctimas colaterales de este tipo de sucesos. Las esposas o maridos, los hijos, los padres e incluso los vecinos se ven obligados a soportar la algarabía ciudadana y la presión social que, si bien no va dirigida directamente a ellos, deteriora su bienestar injustamente y obstruye el normal ejercicio de su libertad.

Las turbas humanas, por otra parte, se pueden descontrolar con frecuencia. Lo que en ocasiones ha nacido como un acto de protesta democrático y responsable puede derivar en una multitud incontrolada que protagoniza actos execrables, por su propia inercia como grupúsculo o por la labor sibilina e interesada de los parásitos del desorden. Conozco un caso concreto, anterior a que se denominara escrache a estos fenómenos, de un concejal rural que se encontró con un gentío amenazante bajo el balcón de su casa. Él sólo era responsable de haber tomado decisiones en el Pleno municipal según sus ideales —y los de sus votantes—, que una parte de su pueblo no compartía. Algunos de los allí congregados pasaron a mayores. El miedo entró en esa casa, hasta el punto de que la esposa del político se vio afectada, desde entonces, por una angina de pecho que la acompañó a la tumba.

En el País Vasco también han sabido de escraches y presiones amenazadoras ante las puertas de los demócratas. De intimidaciones mafiosas y coacciones agresivas. De manifestaciones de poder aparentemente ciudadano que, en esencia, más allá de una solución viable para sus reclamaciones, trataban de imponer unas fórmulas o planteamientos específicos y autoritarios, de modificar a través de su presión la forma de pensar, y de actuar, de esas personas. No parece, en mi opinión, una práctica en esencia democrática.

Así, para proteger la libertad común y la integridad individual en los casos más extremos, todos deberíamos ser celosamente cuidadosos con el fenómeno escrache. No vaya a suceder que un mal mayor acabe derivando de aquel otro que intentamos combatir.

Imprimir artículo Imprimir artículo

Comparte este artículo

Deja un comentario

Por favor ten presente que: los comentarios son revisados previamente a su publicación, y esta tarea puede llevar algo de retraso. No hay necesidad de que envíes tu comentario de nuevo.