Pendientes de plata

El día que la tormenta destrozó el campanario de la iglesia y la crecida dejó tambaleando el puente, Emisaria Cordero llegó a la conclusión de que todos sus esfuerzos habían sido baldíos. Llevaba diez años buscando los pendientes de plata de su madre, rezando sin tregua cada día, sintiendo que la esperanza era el sostén de su zozobra. Las gentes que la conocieron sabían que solo vivía para ello, y que a ello dedicaba tanto su trabajo como sus sueños. Pero ese día, cuando el cielo enrojeció y las piedras pardas de la loma parecían encenderse, los niños corrieron despavoridos a sus casas sin necesidad de que nadie los buscara, y las palomas se escondieron, sus rezos fueron por que la tormenta no se desatara. Sin embargo, la tormenta no solo se desató, sino que no se recordaba otra semejante, lo que le provocó aquel absceso de angustia que tanto temía. Evidentemente, sus plegarias habían sido desatendidas, y, aunque no se atrevió de buenas a primeras a negar el poder de la Providencia, viendo que las cosas se movían entre las negativas del cielo a todo cuanto suplicaba y su creciente desengaño, no tardó mucho tiempo en dudar hasta de la existencia de dios.

Pendientes-plata-noviaLos pendientes era lo único que Emisaria Cordero conservaba de su madre, al menos, lo único de valor que conservaba. Según decían las crónicas familiares, su primer poseedor consiguió ablandar con ellos el corazón de una mujer, casi una niña, más atenta a los atuendos que a los amores. Dos bellas espirales culminaban su caída y daban a los colgantes un inconfundible aire de olas. Después de esta primera donación, y durante cinco generaciones, los pendientes pasaron siempre de madres a hijas. Recuerdos quedan en el lugar de cómo los lucían las mujeres y sus herederas en las ceremonias especiales o en los festejos de especial conmemoración y boato.

El caso es que unas joyas tan singulares, con tantas añoranzas de por medio y que daban tan alto reconocimiento a sus poseedores, y, por qué no decirlo, de tanto valor, habían desaparecido precisamente un día en que el cielo se cubrió poco a poco de nubes oscuras y cayó una fuerte tormenta. Por eso, cuando diez años después, la segunda tormenta, esta que destrozó el campanario de la iglesia y que provocó la crecida que dejó el puente tambaleándose, estaba a punto de desatarse, Emisaria Cordero, recordando la primera de tan infeliz memoria, multiplicó los rezos y la devoción con el poco éxito que hemos conocido y con las consecuencias de incredulidad que se derivaron.

Su primer poseedor consiguió ablandar
con ellos el corazón de una mujer

La hija de Emisaria Cordero fue la primera mujer en las cinco últimas generaciones que no tuvo pendientes de plata. Y así siguió la hija de su hija. La pérdida de los pendientes, que, dicho sea de paso, fue para muchos la verdadera razón que se llevó a la tumba a Emisaria Cordero, quedó en el recuerdo colectivo como uno de los dramas de la familia, y aun del pueblo.

El tiempo, que todo lo convierte en cenizas y todo lo modera, se encargó, sin embargo, del olvido, y, si bien es cierto que la hija aún buscó por todos los rincones en los que había revuelto Emisaria y que, a pesar de la incredulidad tardía de la madre, siguió ofreciendo novenas a las Benditas Almas del Purgatorio, abogadas de los hallazgos, la hija de la hija, menos dada a lo superfluo, dio el caso por perdido, y colocó la historia de los pendientes desaparecidos en el estante de los sucesos familiares, dios sabe, decía ella, si verdaderos. Ni siquiera el retrato aquel del desván, amarillento y con cerco difuminado, que mostraba de medio cuerpo a los padres de Emisaria Cordero el día de su boda, ella con fino tocado de blonda y con los pendientes bien aparentes, hizo cambiar de opinión, cuanto menos de comportamiento, a la nieta. El recuerdo se enterró y la vida recuperó la normalidad, siguió por sus naturales derroteros.

AboutMuertos27Por todo ello, cuando se exhumaron los restos de Emisaria Cordero como consecuencia de la ampliación del cementerio, y junto a los huesos de la fallecida, a cada lado de su cráneo, aparecieron los pendientes de plata, perfectamente dispuestos, fue menester una nueva y gran tormenta para que el pasmo general se disolviera.

No había duda, los pendientes aquellos eran los perdidos hacía dos generaciones, y, lo que llamaba más al misterio, eran los buscados por la que, se supone, acabó por llevarlos en su enterramiento. Las señas que se tenían de los mismos daban cumplida constancia de la autenticidad, y, por encima de todo, el ya mencionado retrato de bodas de los padres de Emisaria Cordero confirmaba cualquier suposición en contra que pudiera hacerse o cualquier otra explicación que se procurara.

Por otro lado, era tan conocida la historia y tan mentados habían sido de uno a otro sus protagonistas que nadie, ni siquiera las autoridades, pusieron en duda la propiedad familiar de los pendientes, de modo que fueron entregados a Carmen Entiérez, a la sazón la nieta de Emisaria, sin que hubiera discusiones legales o apertura de procedimientos aclaratorios.

Naturalmente que se hicieron conjeturas. Hubo quien habló de un ladrón arrepentido que no se atrevió a devolver las joyas a la familia y optó por profanar la tumba y devolvérselas a su muerta propietaria; no faltó quien atribuyó el depósito a la misma Emisaria Cordero que no quiso dejar herencia y sí disfrutar ella de los pendientes por los siglos de los siglos; otros hubo que achacaron al cielo el milagro, bien merecido sin duda con tantos rezos como Emisaria fue prodigando; o al demonio, después de su conocida, por así llamarlo, apostasía.

Cuando se abrió el ataúd,
Soledad Campiel dio un grito

Solo eran conjeturas y nadie estaba para mayores averiguaciones. Como se ha dicho, la propiedad parecía de sobra acreditada y no mediaban indicios de delito que pudieran justificar las oportunas diligencias.

Por eso, cuando Carmen Entiérez no concurrió a la fiesta mayor con los pendientes de plata, hubo más de un comentario. No tardó mucho en saberse que los había perdido y que se pasaba el día rezando. Cuando murió, los pendientes seguían sin aparecer, y Soledad Campiel, la hija de Carmen Entiérez, se quedó, como otras hijas anteriores, sin la herencia.

tumba_general¿No hubieran hecho ustedes lo mismo? Sabidos los antecedentes y contemplando la similitud de circunstancias y hechos, Soledad Campiel, una vez transcurridos los días de luto y de pena incontenible, solicitó permiso de las autoridades civiles y eclesiásticas para exhumar el cadáver de su madre “con el fin de comprobar si los pendientes, de cuya propiedad había cumplidas e incontestables noticias, estaban en el sagrado recinto donde los restos de su finada madre reposaban”. Argüía antecedentes históricos, y mencionaba el caso precedente.

De modo que, con todas las providencias favorables, se procedió a la exhumación solicitada. No puede decirse que la tarde fuera apacible. Como si el cielo estuviera confabulado con los pendientes de plata, hubo tormenta ese día y no había regresado la calma por entero.

Cuando se abrió el ataúd, Soledad Campiel dio un grito que sobrecogió a los presentes y solo la ayuda de los más cercanos consiguió que no perdiera el equilibrio.

Las nubes oscuras cercaban todavía el cementerio.

No había resto alguno de cadáver. En él, y en medio de un vacío sobrecogedor, solo destacaban, perfectamente alineados, dos brillantes pendientes de plata.

(Premio de la Asociación Cultural Al-Andaluz en Burgos 2012)

 

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