Historias, leyendas, mitos y curiosidades de la antigüedad clásica (3ª parte)

La manzana de la discordia o el juicio de Paris

 

Si César y Marco Antonio hubieran coincidido en Egipto, Cleopatra hubiera sido, sin duda, una hermosa manzana de la discordia. ¿Por qué? pues porque una manzana de la discordia es eso, un motivo de disputa, algo por lo que se enfrentan dos personas o dos bandos. Pero, ¿por qué precisamente una manzana? No es ni la fruta más cara ni la más llamativa. ¿Por qué no la pera de la discordia, el melón de la discordia o … el plátano de la discordia? Para saberlo, debemos acudir al Olimpo, al monte griego donde parece ser que vivían todos los dioses griegos. El mito es así.

Estaba un día Éride, más conocida como la Discordia, muy enfadada porque no había sido invitada a la boda de Tetis y Peleo, que, con el tiempo serían los padres de Aquiles, el del talón. Todos los dioses y diosas, hasta los de menor importancia, todas las ninfas, todo, todo el mundo del Olimpo había sido invitado a la boda, menos ella y ella, Éride, la Discordia estaba muy, pero que muy enfadada y totalmente decidida a “chafarles” el día en la medida en que le fuera posible. A una diosa como ella no le costó mucho encontrar la manera de conseguirlo: aprovechando un momento en que estaban todas las grandes diosas juntas, lanzó en medio de ellas una manzana de oro diciendo que debía ser entregada a la más bella de todas. Ellas se miraron entre sí, pero sólo tres, Afrodita, Hera y Atenea se atrevieron a presentar su candidatura a la más bella.

RUBENS. EL JUICIO DE PARIS.

Lógicamente no importaba tanto ganar una manzana, aunque fuera de oro, como ser reconocida, sobre todo por las otras diosas, como la más hermosa.

Empezaron las discusiones y las votaciones entre dioses y diosas sin lograr nombrar una única vencedora. Pasaban las horas y todo seguía igual, así que Zeus, el rey del Olimpo, viendo que no había manera de que se pusieran de acuerdo, mandó a Hermes, su dios mensajero, que llevara las tres candidatas ante Paris y que éste fallara en favor de una u otra.

Las tres aspirantes a Reina de la Belleza del Olimpo hicieron sus paseíllos ante Paris y le ofrecieron sus regalos. Atenea, por ejemplo, le prometió que sería victorioso en todas las batallas en las que tomara parte. Hera, a su vez, le ofreció su protección y el imperio de toda Asia. Afrodita se limitó a brindarle el amor de Helena.

Tras meditarlo un momento, Paris se decidió por Afrodita como la diosa más bella del Olimpo con el consiguiente enfado de Hera y Atenea. Este episodio de la mitología griega se conoce como el de la manzana de la discordia y también como el juicio de Paris.

 

Una mujer de la antigua Roma

 

Para terminar ya, me gustaría contar una leyenda que dedico a todas las mujeres que lean estas historias y también a mi madre y a mi mujer y que tiene como protagonista a una mujer de la aristocracia de la antigua Roma.

La historia, la historia en general, nos llega en numerosas ocasiones tergiversada, deformada o al menos incompleta. Por ejemplo, cuando se habla de la mujer, de la mujer en general en Roma, ¿quién nos viene a la mente? Pues Agripina, Julia, la hija de Augusto, Mesalina y toda esa corte de mujeres patricias que, evidentemente, no estaban muy de acuerdo con Platón en lo referente al amor. Pero no todas las mujeres de Roma eran así. La gran mayoría eran mujeres como nuestras madres y nuestras esposas. Nuestras madres y esposas no salen a diario en las revistas del corazón (al menos las mías) por lo que dentro de 200, 300 ó 1000 años, cualquiera que tome como único punto de referencia la prensa y las revistas del corazón (que por cierto son las publicaciones que más se venden, y con mucho, en España) cualquiera, pues, se pensará que todas las mujeres del 2.014 son como Penélope Cruz, Ana Obregón, Belén Estevan, Mónica Naranjo o las Koplovich. Y no es así. Pues bien, como he dicho, tampoco era así en Roma.

Vincent. Arria y Paetus.

La leyenda que por fin voy a contar tiene como protagonista a una valiente y enamorada mujer llamada Arria, casada con un hombre llamado Paetus. Éste, junto con varios patricios más, cansado de los abusos del emperador Claudio, había participado en una conjuración contra este último, que no era precisamente un angelito.

Descubierta la conjuración, Paetus fue condenado a muerte. Por entonces, aunque se condenaba a muerte con bastante facilidad, casi no existían los verdugos, ya que se aconsejaba al condenado que se suicidara de la manera que mejor le viniera en gana. Vamos, que igual que ahora el Juez cuando condena a alguien a muerte (en los países en que está legalizada esta brutal práctica, claro. En España, afortunadamente no), igual que el Juez, pues, dice al final del juicio por ejemplo: “Se condena al acusado a la pena capital. La condena será ejecutada el día tantos de tantos mediante una inyección letal en la prisión de Pernambuco”. En Roma, si se trataba de esclavos, plebeyos, o cualquiera de las capas más bajas de la sociedad, a los condenados a muerte se les ajusticiaba de las mismas y trágicas maneras a como se ha ajusticiado a lo largo de la historia, pero si se trataba de “patricios”, de personajes de la clase más alta de la sociedad era distinto, mucho más sencillo y más “limpio” para el que lo ordenaba. Cuando el emperador quería librarse de alguien importante, de algún patricio, mandaba a un soldado a su casa y le transmitía la siguiente orden: “Fulanito, de parte del emperador, que mañana no quiere verte ya por el Foro”. El aludido comprendía perfectamente el mensaje y obraba en consecuencia.

Pues bien, siguiendo esta “simpática y amable costumbre” del emperador de hacer que sus enemigos “se le quitaran” de en medio sin tener que hacerlo él o sus esbirros, Paetus recibió la orden de darse muerte antes del final del día, pero el buen hombre se veía incapaz de darse muerte y no encontraba, aunque pasaban las horas, ningún medio que lo convenciera. Paetus lloraba y Arria lo contemplaba aparentemente serena, pero con el corazón desgarrado. Sabía la mujer que, si su marido no se daba muerte en el plazo que le habían fijado, moriría después deshonrado y de una manera brutal a manos de los esbirros del emperador. Pasaban las horas y los dos esposos seguían en la misma actitud. El tiempo apremiaba. De pronto, Arria cogió un puñal y se lo clavó ella misma en el pecho y sacándoselo se lo entregó a su marido diciéndole: “Toma Paetus. No hace daño”. El marido hizo lo propio y ambos cayeron muertos abrazados.

No sé si éste es un final adecuado para un artículo que pretende, sobre todo, entretener. Aunque bonito y emotivo (al menos a mí me lo parece) quizás resulte un poco triste, aunque, si miramos un poco más allá del puñal y de la muerte en sí, quizás encontremos algo más esperanzador. En cualquier caso la moraleja de esta leyenda, si es que la tiene, deberá encontrarla cada uno por su cuenta.

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