¿Qué pasa con el whatsapp?

Las nuevas tecnologías están infectándolo todo con su contagioso atractivo, ese que destruye la creatividad y la imaginación de los pusilánimes mediante neones y musiquitas mesmerizantes, que lo mismo te digitalizan una carrera de fondo que establecen pautas de ejercicios para aprender ruso en tres partidas de tetris. Cualquier día te explican cómo se hace el amor entre célibes o cuánto le queda de vida a un pariente terminal.

whatsappYo, a estas alturas del partido, admito que, por mucho que tire de mi guía Campsa en los arcenes de carretera, el GPS es más útil y rápido. No sé, llámenme romántico, pero aún prefiero pensar que sé interpretar un mapa y llegar a puerto sin brújula tecnológica. Tal vez sea un rebelarse a la mongolización intelectual que ofrece la electrónica de andar por la vida, como si un horrendo cataclismo fuera a desintegrar móviles, tablets y calculadoras y el que no supiera usar una cámara de fotos o hacer una raíz cuadrada a pelo se extinguiera al tercer aullido de licántropo sin cenar.

Y tampoco es que las nuevas tecnologías me sean ajenas. El ordenador me acompaña, por trabajo y por vicio, más tiempo que mi propia esposa, aunque con diferente grado de satisfacción. Pero una cosa es sentarme y hacer o deshacer a mi antojo –me refiero a la computadora–, y otra muy distinta llevar una alarma constante en mi celular que me diga que Menganito se ha cortado las patillas con una cuchilla de afeitar o Butano ha sufrido una deflagración.

Es tan peligroso como entrar
al bingo con el carro de la compra

El whatsapp es un cáncer digital. Tiene su aquel y cumple su función, pero es tan peligroso como entrar al bingo con el carro de la compra o fumarse el primer cigarrillo. No conozco a nadie que haga un uso racional del androide marciano ese. Por cada mensaje útil se mandan quince gilipolleces absolutamente evitables. El resultado es doblemente gravoso: de un lado, el whatsappeador está atrapado en un mundo digital unineuronal, plano e insulso como tronista nini de MHYV, donde la chispa y el ingenio se resumen en hacerse un selfie delante de un póster de tu actor favorito y fingir que te lo encontraste; de otro, el sujeto del móvil está totalmente anulado para la vida social presencial, dejando al compañero, comensal, oyente o amigo condenado al ostracismo conversacional o a la misma mala práctica de entregarse al wasap.

bingoA mí esto me parece terrible. Que un pavo deje de hablar con el que tiene al lado para escribir caracteres al colega que le está whatsappeando me parece una falta de respeto increíble. Personalmente me entran ganas de no estar con sujetos enganchados a esta mierda. Con los drogadictos al menos puedes conversar mientras se meten. Bromas aparte, el hábito ya ha degenerado. Hay usuarios que han desarrollado dependencia del móvil y del flamante sistema de mensajería instantánea. Por si no tuviéramos bastantes adicciones a estupideces, como para añadir una más, por muy gratis que sea. Que además no lo es, que para eso pagan una tarifa plana.

No le encuentro sentido a esto. Tal vez porque me aburre sobremanera escribir SMSs y lo zanjo llamando al receptor y solventando la comunicación a las bravas. O quizá porque soy incapaz de dejar al acompañante con la palabra en la boca mientras me sumerjo en un mundo virtual lleno de vaciedad y sinsentido. ¿Tan faltos de estima resultamos que necesitamos que esa musiquilla odiosa nos insinúe que alguien está pensando en nosotros? Ahora entiendo lo de emplear el GPS a cada pequeño paso que dábamos. Simplemente estábamos desnortados sin remisión.

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