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La cosquilla de Adán

Posted By Míchel Suñén On 11/12/2014 @ 09:00 In Opinión | No Comments

Ya sé que no queda nada intelectual decirlo. Que no es chic, ni cultureta ni progre confesar que veo el programa de televisión Adán y Eva que emite Cuatro, ese en el que los protagonistas-concursantes-ratoncillos se despelotan en una playa desierta sin otra cosa que hacer que cortejarse, ligar bronce, mirarse las entrañas de refilón y beber zumos fresquitos sobre una colchoneta.

adan-eva--644x362No voy a justificar esta debilidad con ningún alarde barato, como que mi condición de publicista me obliga a ver todo tipo de programas, o que en realidad se trata de un experimento sociológico que nos permite comprobar lo que hoy en día somos. No, nada de eso. Tampoco es que me dé morbo ver a esos fulanos y sus respectivas en pelotas, alternando por la playa paradisíaca y llenando la pantalla de banalidades, petulancias e ignorancias. Pero la verdad es que cada martes enciendo el televisor a la misma hora y vuelvo a reencontrarme con esa presunta situación humana de corazones al desnudo rodeados de cámaras, grúas y guiones, mientras se muestran al natural en un entorno tan hermoso y placentero.

No es solo que no sepan
ubicar La Alhambra en Granada

Si bien lo que sale por la televisión es siempre sospechoso, resulta innegable el efecto alucinógeno que algunos de los diálogos y comportamientos de estos pimpollos ejercen sobre mí. No es solo que no sepan ubicar La Alhambra en Granada, que se muestren tan superficiales e incompletos como el acné de un quinceañero y que sean incapaces de mantener una conversación que no trate de flequillos, pectorales o chupitos. Ni que algunos de ellos me parezcan absolutamente necios e inmorales, alienígenas incluso, como aquel cuyo objetivo en la vida era encontrar una mujer escultural capaz de mantenerlo, el cual le preguntó a una chavala si a su padre le llegaba el dinero para hacerlo.

No acabo de creerme que estos individuos sean representativos de nadie más que de sí mismos. No me atrevo a descartar que sean actores interpretando un papel previamente escrito pero, aún así, resulta preocupante que sean precisamente esos roles los que los guionistas y los productores consideran adecuados para favorecer la identificación del público con sus personajes.

Nos guste o no, esa fauna, esas maneras y esas vanidades forman parte de nuestro tejido social. Están entre nosotros. Nos rodean. Nos presionan. Nos influyen. Y aquí encuentro la racionalización para seguir viendo este programa una vez a la semana: conocer lo que prima en el ambiente para evitar que me pille por sorpresa. Y así, desde la familia, desde el hogar, estar en mejores condiciones para combatir tamaña estupidez.

No puedes entenderte con nadie sin hablar su mismo idioma.

El problema es que, al aprenderlo, tal vez ya nunca consigamos volver a ser como antes.


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