Muret, el fin de un sueño

Fue solemnemente coronado por el Papa, el año anterior fue uno de los héroes de las Navas de Tolosa, y los trovadores provenzales que frecuentan su corte lo consideran espejo del perfecto caballero. Pero, irónicamente, esa noche de septiembre de 1213, a quien tiene acorralado su ejército es a una hueste de cruzados que lucha contra la herejía albigense. Y, mientras el rey Pedro II de Aragón, en el interior de su lujosa tienda, se entrega a su desenfrenada pasión por la bebida y las mujeres -según cuentan las crónicas más fiables -, poco sospecha que al día siguiente encontrará la derrota y la muerte, y que esa debacle significará la destrucción de las aspiraciones catalano-aragonesas en el Mediodía francés.

De no haber sido sumergida por la ola cátara de principios del siglo XIII, es posible que la región de Occitania fuera actualmente española. Si Pedro II el Católico está esa noche ante las murallas de la ciudad de Muret, no es porque sienta simpatía alguna por los “perfectos” y sus seguidores, sino porque, en parte por su acertada política matrimonial- él mismo se ha casado con María de Montpelier, hija del conde Guillermo VIII, y ha entregado a su hermana Leonor en matrimonio al conde Raimundo VI de Tolosa -es el mayor señor feudal del sur de Francia. Y ha acudido a defender a sus vasallos de la voracidad de las fanáticas tropas de Simon de Montfort.

batalla de Muret

batalla de Muret

La cruzada tuvo como detonante, cinco años atrás, el asesinato del legado pontificio Pierre de Castelnau. Este había tenido sonados enfrentamientos con Raimundo de Tolosa –quien, si bien no es abiertamente cátaro, sí que simpatiza con ellos, y siempre se ha negado a perseguirlos -, con lo que el conde fue acusado del crimen, y excomulgado por el papa Inocencio III. Y, lo que excitó la codicia del rey de Francia y de los caballeros de su corte, las posesiones del conde y sus aliados fueron declaradas “entregadas como presas”. Felipe Augusto habría ido en persona a añadir los ricos feudos occitanos a su corona, pero no pudo dejar de lado sus luchas con Juan sin Tierra de Inglaterra, con lo que fue Simon de Montfort, un oscuro noble normando curtido en Tierra Santa, quien se puso al frente del ejército que habría de hacer cumplir la voluntad del pontífice.

Aunque la guerra lleva ya cuatro años de duración, y ha tenido episodios tan cruentos como el exterminio de la mayor parte de la población de Béziers a manos de los cruzados –hiela la sangre la frase del legado papal Aranaud Amaury “Matadlos a todos, que Dios reconocerá a los suyos” -, no ha sido hasta ahora que Pedro II de Aragón se ha decidido a entrar en la liza. Le han retenido sus asuntos peninsulares, batalla de las Navas de Tolosa incluida, sus escrúpulos a la hora de enfrentarse abiertamente al Papa, y el hecho de que su hijo Jaime esté –como consecuencia de un acuerdo matrimonial – en manos del mismísimo Simon de Montfort. Pero las leyes aragonesas obligan al monarca a defender a sus súbditos, sea cual sea su credo, y por eso esa noche está allí, junto a su aliado el conde Raimundo de Tolosa, acampado ante las fortificaciones de Muret, al frente de un ejército que supera en mucho a las exiguas fuerzas de Simon de Montfort.

Y, ese día, se desvanecerá
para siempre un hermoso sueño.

Al amanecer de ese fatídico día 12, Pedro II reúne a sus lugartenientes. Y, para sorpresa de los asistentes, el conde de Tolosa interrumpe la triunfal arenga del aragonés, y propone un largo asedio en lugar del glorioso lance, penachos al viento, lanzas en ristre, honor y gloria, que buscan los demás caballeros. Raimundo es objeto de todo tipo de mofas, y un conde catalán llega a decirle que «es una verdadera lástima que vos, que teníais tierras para vivir de ellas, hayáis sido tan cobarde que las habéis perdido». Raimundo abandona furibundo la reunión, y ordena a sus tropas que se queden en el campamento. Ausencia que tendrán ocasión de lamentar esos arrogantes caballeros, pocas horas más tarde.

simon de monfort

Simon de Monfort

Una escena bien distinta se está desarrollando en el interior de la ciudad sitiada. Simon de Montfort sabe que su única oportunidad es atacar, y hace que sus hombres se preparen para la batalla. Una vez los soldados de Cristo están formados, el obispo Fulko de Tolosa aparece con un trozo de la Cruz Verdadera, y les exhorta a que se arrodillen y la besen. Empiezan a hacerlo uno por uno, con gran fervor, hasta que el obispo de Comminges se impacienta, arrebata la reliquia a su compañero, y corta la ceremonia por lo sano mediante una bendición colectiva a los combatientes, a quienes promete el cielo en caso de caer.

A continuación, Simon de Montfort divide sus jinetes en tres cuerpos de doscientos cincuenta hombres, y sale de la ciudad por la pequeña puerta de Sales, oculta a la vista de los aliados. Estos, cuando distinguen en la lejanía las lanzas y los caballos, se jactan de que el enemigo está abandonando Muret, y no es hasta que los soldados de Cristo giran a la derecha y cruzan el pequeño río Louge que se dan cuenta de la tormenta que se les viene encima.

El audaz plan de Simon de Montfort se ejecuta con una devastadora precisión. Los dos primeros cuerpos embisten la vanguardia, formada por las desprevenidas tropas occitanas de Ramón-Roger de Foix, y la convierten en un caos. La infantería en bloque huye hacia el campamento, mientras que muchos jinetes, sorprendidos por el ataque hasta el punto de que alguno de ellos va desarmado, huyen hacia donde está el segundo grupo, comandado personalmente por Pedro II, y lo desorganizan.

Y es entonces cuando el tercer cuerpo, comandado por el mismísimo conde de Montfort, surge de unas marismas que todo el mundo suponía infranqueables y carga de flanco sobre los aragoneses. La caballería pesada francesa es un huracán que arrasa todo a su paso. Un noble catalán, de elevada estatura y con muchos ornamentos entre sus ropajes, es abatido por los cruzados, quienes profieren gritos de júbilo pensando que han dado muerte a Pedro II. A lo que este, que pelea vestido como un hombre más, responde quitándose el yelmo y gritando “Yo soy el rey”. Dos caballeros franceses se abalanzan sobre él, y pronto el héroe de las Navas de Tolosa yace en el suelo, su corazón atravesado por una lanza, mientras sus ayer orgullosas huestes ahora huyen despavoridas. Los hombres de Simon de Montfort arrollan a continuación el campamento tolosano, regando el suelo con la sangre de sus enemigos y haciendo trizas a todo el que intenta rendirse. El número de muertos oscilará, según los diferentes cronistas, entre siete mil y cerca de veinte mil.

En otras circunstancias, tal vez podrían haberse salvado los intereses catalano-aragoneses en el Mediodía francés, pero, cuando fallece su padre, Jaime I, futuro conquistador de Valencia y Mallorca, es un niño de corta edad que, para más inri, está de rehén en el castillo de Simon de Montfort. Para cuando alcance la mayoría de edad ya será demasiado tarde, y en el tratado de Corbeil se verá obligado a certificar la defunción de sus intereses occitanos. Y, ese día, se desvanecerá para siempre un hermoso sueño.

 

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