Elogio del aburrimiento

Hoy me siento un poco abuelo Cebolletas, así que voy a rememorar mi infancia para iniciar este artículo. Cuando yo era niño me encantaba bajar al parque y jugar al balón, a las canicas, al taco o al churro-va (sí, ese juego bestia que ponía en peligro nuestras articulaciones, espaldas y cabezas, pero que tan divertido nos resultaba).

Niños y televisiónSoy del setenta, así que no teníamos entonces máquinas sofisticadas ni entretenimientos de consumo urgente más allá de dos canales de televisión y la lectura. Cuando por la lluvia, las circunstancias o algún tipo de castigo nos tocaba quedarnos en casa durante varias horas seguidas, la sombra del aburrimiento se cernía sobre nosotros. Carentes de videoconsolas, teléfonos móviles, wasap, internet e incluso de vídeos y reproductores varios, nos veíamos obligados a pergeñar juegos o entretenimientos domésticos para pasar el rato. Entonces, eso sí, solíamos tener hermanos o vecinos de nuestra edad con confianza para acudir a casa. Era una gran ventaja, no cabe duda. Pero lo principal es que ese aburrimiento puntual se convertía en creativo, porque nos estimulaba para inventar pasatiempos imaginativos.

Cuántos partidos de fútbol-cromo jugué contra mi hermano. Cuántos ratos de lectura de tebeos —no se llamaban, todavía, cómics— y de libros pasé abducido por esas historias que me hacían viajar con la imaginación muy lejos de mi cuarto. Cuántos momentos de expresión artística escribiendo, pintando o dibujando para entretenernos, felices de esforzarnos para llenar el tiempo con esas actividades creativas. Ningún niño aguantaba aburrido. Cuidábamos gusanos de seda, recortábamos revistas, espiábamos a los vecinos, modelábamos con plastilina o simulábamos películas con nuestros muñecos articulados.

La inteligencia y la voluntad humanas
se atrofian cuando no se activan

Ahora, todo es diferente. No hay posibilidad de aburrimiento. Los estímulos son tantos y tan inmediatos —la Wii, el wasap, los selfis, las series en Internet, los juegos en el móvil, las redes sociales…— que ningún niño ni joven tiene tiempo para no saber qué hacer. Y, en consecuencia, ese ocio de consumo rápido va llenando su realidad y arrinconándolo en esas experiencias de divertimento instantáneo, fugaz, sustituible y poco o nada nutritivo.

Recientemente, en una charla didáctica que di en un instituto, un alumno de bachillerato me decía:

Me gusta leer, me lo paso bien cuando me pongo. Pero casi nunca lo hago porque me cuesta esfuerzo. ¿Qué consejo me das?
Haz el esfuerzo —le dije, convencido.

Pero entiendo que, para él —para ellos— no es tan fácil. Ver el último episodio de The Walking Dead, echar un Fifa online con un colega o sumergirse en las tontunas y los chascarrillos que sus cercanos han colgado en Instagram no requiere voluntad. Se hace y ya está. El disfrute es inmediato, pasivo, incuestionable. Tan instantáneo como prescindible.

Pero leer, lo mismo que escribir, dibujar o modelar, exige voluntad. Y como ya nunca se aburren, los chavales de hoy son incapaces de darse cuenta por sí solos del valor beneficioso de esos esfuerzos personales. No se enganchan a la lectura porque son incapaces de descubrir cuánto la necesitan (aunque, paradójicamente, leen más que nunca; eso sí, wasap, correos electrónicos y textos de internet).

Lo malo es que la inteligencia y la voluntad humanas se atrofian cuando no se activan. Y los chicos y las chicas ya no saben estar sin esos dispositivos técnicos a los que se encuentran enganchados. De los que han hecho depender, al cien por cien, su bienestar anímico y sus experiencias de entretenimiento.

De aquellos momentos puntuales de aburrimiento creativo se ha pasado a un cierto amodorramiento crónico, pasivo y dependiente que, sin duda, resulta mucho más preocupante.

Imprimir artículo Imprimir artículo

Comparte este artículo

Deja un comentario

Por favor ten presente que: los comentarios son revisados previamente a su publicación, y esta tarea puede llevar algo de retraso. No hay necesidad de que envíes tu comentario de nuevo.