Hombre sin mujer (y viceversa)

No nos hacíamos regalos. Nos habíamos prometido a nosotros mismos que nunca seríamos la típica pareja. No íbamos a dejarnos llevar por fechas señaladas, compromisos ni estereotipos. Yo nunca supe a qué te referías con todo eso de la pareja típica y los estereotipos, pero sí entendía lo de los regalos y las fechas.

Desde que era pequeño, los regalos me han dejado frío. Simplemente, no sé qué cara poner al recibirlos y, habitualmente, tampoco sé qué regalar. En cuanto al asunto de las fechas, tengo que pararme a pensar cada vez que me toca rellenar un formulario con datos personales o, simplemente, cuando alguien me pregunta mi edad, o la fecha de mi cumpleaños.

Cuando apareciste con aquel libro y me dijiste que era para mí, no pude evitar una exclamación, casi un balbuceo: —Pero, ¿es un regalo?

Tu respuesta, bastante más firme, me devolvió la evidencia de que las cosas no iban demasiado bien entre nosotros: —No, gilipollas, es que ahora trabajo para el Círculo de Lectores.

libro-magicoMe puse a leerlo tan pronto como llegué a casa, esa misma noche, y eso que tengo que reconocer que no me atrae demasiado la literatura oriental. Allí estaba yo, con una botella de vino sobre la mesa, el flexo de leer encendido y aquel libro entre mis manos. Mis reticencias iniciales se redujeron considerablemente. Me gustó comprobar que las primeras páginas me resultaban sorprendentemente fáciles de leer, incluso entretenidas. Apuré la primera copa de vino y me puse una segunda. Me recosté en el sofá y seguí leyendo. Te acercaste hasta donde yo estaba, te agachaste y me diste un beso. Juraría que estabas sonriendo. Te devolví el beso y la sonrisa y me dispuse a continuar con mi lectura. Pensé que aquella recopilación de relatos escondía algún secreto que debía hacer mío, un acertijo que tenía que descifrar. Aquella sonrisa tuya, la que tanto tiempo hacía que yo echaba de menos, era algo así como la “X” que señalaba el tesoro escondido en el mapa de algún pirata de buen corazón.

La sencillez del texto demostró ser una trampa mortal. Antes de que pudiera darme cuenta, la luz de mi lámpara de lectura quedó a la altura del perejil, inútil frente al sol que comenzaba a asomar por la ventana. Tuve la desagradable sensación  de caer, a plomo y desde considerable altura, sobre una realidad que no me era particularmente favorable. El reloj del equipo de música marcaba las seis y diez, lo que significaba que tu despertador sonaría en quince minutos. Me sentía agotado y confuso, mientras la botella de vino reposaba, completamente vacía, en el suelo, junto a mis pies.

Tenía la cabeza llena de capullos a los que habían abandonado, o que habían pasado más tiempo de la cuenta con troncas más bien raritas, o que echaban el rato charlando con otras personas que no estaban allí. Iban pasando los minutos. Enseguida te despertarías para ir a la ducha y, más pronto que tarde, notarías que yo no roncaba a tu lado. Imaginé tu voz inquieta, pelín molesta, llamándome. De ahí a que me descubrieras, malamente recostado contra el brazo de sofá, con una botella vacía a mis pies y cara de idiota, había, escasamente, seis pasos. Pero no podía levantarme. Seguía dándole vueltas a aquellos personajes que vivían el enamoramiento como el que pasa una gripe un poco más fuerte de la cuenta, tal vez letal. Yo no entendía de qué iba eso del amor, solo quería tenerte a mi lado, que volvieras a sonreírme al volver del trabajo. Había pasado la noche en vela leyendo historias de parejas que apenas se hablaban, o que dejaban de serlo sin más, así, de un día para otro.

No recuerdo que te levantaras,
ni que te marcharas, ni que sonara mi despertador

Volví a dirigir la mirada al marcador digital de la cadena de música; diez minutos. Me incorporé a toda velocidad, estiré la tela del sofá, metí la botella vacía en el contenedor de vidrio de la cocina y la copa en el lavavajillas. Sin hacer ruido, volví al salón, comprobé que todo tenía más o menos buen aspecto y entré en el baño. Me lavé los dientes y la cara, que desde el espejo me devolvió la de un náufrago sudoroso, y me metí en la cama, a tu lado. Con los ojos entreabiertos, me puse a respirar tan fuerte como pude. La idea era hacerme el dormido. Debía estar exhausto porque no recuerdo que te levantaras, ni que te marcharas, ni que sonara mi despertador.

Más allá de mediodía sonó mi móvil. Me desperté sobresaltado. Evidentemente, me había tomado el día libre. Le conté al jefe que estaba en la cama, que tenía la gripe; una gripe un poco más fuerte de la cuenta. No tardé demasiado en volver a quedarme dormido. Dos horas más tarde me levanté, bajé a comprar otra botella y me puse a leer otra vez. Había devorado el libro la noche anterior, pero necesitaba volver a empezar, despacio, desde el principio.

Pero no existía el “despacio”. Releía deprisa, nerviosamente, volando por encima de lo que me parecían historias de miedo, de locos que persiguen a personas que no quieren saber nada de ellos, de personas perfectamente sanas que enferman, intentando cambiar para convertirse en otra cosa que pueda, tal vez, satisfacer los deseos de espíritus a los que nunca han llegado a conocer. Aquellos relatos estaban llenos de sexo, de afecto malgastado, de rock’n’roll. Dos horas más tarde volví a salir a la calle. Dejé la botella de vino, sin abrir, junto al libro, sobre la mesa de la cocina.

No sé cuánto tiempo estuve deambulando por las calles, tarareando a los Beatles, cazando moscas y águilas reales con la vista. Cuando abrí la puerta de casa, hacía horas que se había puesto el sol. Sobre la mesa del salón, una botella de vino abierta, el perfil de tus labios, sin carmín, en equilibrio inestable al borde de una botella mediada. Ni rastro de ti, de tus cosas, ni del dichoso libro.

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