Peros – Diario de yo

No puedo aceptar la mentira, nunca me lo llegué a creer, que sostiene la falacia de que escribir libera. El porqué es muy sencillo; escribir es, simplemente, una droga, una sustancia, un escondite del medio que me rodea, una pared forrada de corcho que me sirve para dejar de oír la música ambiente. No es fácil soportar el rumor suave, la música como de ascensor, en que el  mundo a mi alrededor parece sumido. Me estalla la cabeza con la medianía de los sentimientos, la incertidumbre de los apegos, sufro jaquecas provocadas por el ruido blanco que escupe el televisor del vecino, mi ventana o las conversaciones de sesudos expertos de salón. Siento que nos hemos vuelto pequeños, que nos importa un bledo lo que pase alrededor, que hemos hecho nuestro el poético “que el mundo se acabe mañana y dé igual” y le hemos dotado del cien por cien de su significado literal. Y luego está, ya lo he dicho, el tema de la droga. “Por conocer a los que se margina”, por mirar por la ventana, por salir cada día a la calle, por implicarme en mi trabajo de ocho a tres, por odiarme porque no me odio, por pensar, de verdad lo pienso, que las cosas se podrían hacer mejor.

Peros“Las cosas”, bonita expresión. Se ve que soy un tío con clase. De no ser por el derecho mercantil y el de familia, habría que nombrarme cuñado. El caso es que me echo a la calle y, aunque lo intento, no puedo caminar con los ojos cerrados. Sí puedo, a menudo lo hago, evitar la entrada de los ruidos del exterior tapándome los oídos con bluesmen muertos, rockeros viejos y poetas modernos. Puedo incluso dirigir la mirada y concentrar mi atención en la lectura de “Son of Satan”, “On the road” o aquellos poemas fantásticos de Gamoneda que me hacen sentir que tengo el paladar cubierto de óxido, mientras las hojas de los árboles que contemplo desde mi ventana me acarician la cara. Pero claro, eso solo lo puedo hacer sentado en un banco, o en un asiento del autobús.

Supongo que me convertí en escritor, o creí que podría llegar a serlo, el mismo día que comprendí que era tarde para cambiar nada. El día que descubrí que la humanidad se agarra a un péndulo para evitar ser humana o, tal vez, precisamente todo lo contrario, para llegar a serlo, supe que había algo que sí podía y quería hacer; escribir. No me cuesta nada imaginar a toda la humanidad o, al menos, a la parte de la humanidad que tiene algún tipo de poder y, honestamente, quién no lo tiene, colgando del péndulo de un enorme reloj de cuerpo entero, balanceándose en el interior de la vitrina que deja que se vea el movimiento del colgajo, imaginármelos a todos repitiendo a coro, desafinados, a contratiempo, como una mantra, “ahora estamos bien, ahora todo está mal, ahora, casi todo el tiempo, dejamos que la vida pase entre quehaceres y cañadas, hacemos como que no nos enteramos de nada y jugamos a ser hombres de bien”.

Quién quiere luchar contra la inercia, quién se atreve a cargar, como un peso muerto, con toda la humanidad. A veces creo que yo lo he hecho, solo porque creo que no sé hacer nada a medias. Un poco también porque entiendo que luchar contra algo que no encaja es tanto como pelear con todo lo que encaja en toda la humanidad; una pérdida de tiempo. Ella siempre me dice que la gente no cambia. Supongo que es verdad. Ella lo sabe. Nunca ha cambiado, por eso ella es ella y, porque ella es ella, yo soy yo, sin cambios, sin péndulos, sin cera en los oídos ni bolsillos en los agujeros. Eso es todo lo que soy. Y, como sé que soy poco, no me meto en corregir las deficiencias de un cuaderno, no intento hacerle el paralelo a nadie; escribo.

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