Escrito por: José Ramón G. S.

Hacía algo más de veinte minutos que paseaba arriba y abajo a través del frío e impersonal pasillo. Las manos en la espalda, sudorosas pese al azote del aire acondicionado; la cabeza baja, la mirada clavada en el suelo. Apenas veinte minutos que le parecían horas.

– A la una tendremos los resultados- había anunciado la enfermera.

A sus cuarenta y dos años, Alberto se consumía a cada paso por la incertidumbre. Nunca había tenido suerte. En su cabeza se sucedían atropelladamente los escenarios. ¿Qué pasaría con Raquel? ¿Y las niñas? Con ellas sí que había sido afortunado. A lo mejor aquel molesto bulto no pasaba de incordio. Pero en la aséptica cara del médico se adivinaba un fondo de pesimismo; puede que supiera algo más pero era un profesional<, o no, al fin y al cabo no era su vida. La cascada de pensamientos le ahogaba.

Ansiaba un hombro sobre el que desahogarse, pero necesitaba soledad, era su angustia. Entre sus visiones, se acordó de que no había sacado el tiquete de aparcamiento –una nimiedad- pensó.

Volvió a visualizar la cara de Raquel cuando se sobresaltó al oír su nombre por el altavoz. Quedó petrificado, anclado a las baldosas. Frente a él apareció el doctor con un papel en la mano. Una hoja, en apenas unas líneas de una miserable hoja estaba marcado su futuro.

No había duda, aquellos ojos, el ceño fruncido… la suerte parecía darle nuevamente la espalda. Envuelto en su bata blanca, el portador de noticias le extendió la sentencia y bajo el bigote desplegó una amplia sonrisa.

Apenas unos minutos después, Alberto abandonaba el hospital blandiendo el escueto papel como un boleto premiado.

Pero no, no era un hombre afortunado… la grúa se había llevado su coche.

* 1º Premio categoría Microrrelato en el Certamen ”Picapedreros” de Poesía, Guión y Microrrelato 2017 para centros penitenciarios