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Colores

Posted By Zorelis Díaz On 20/02/2020 @ 09:00 In El sueño de | No Comments

Mirada perdida, desorientada en la rabia, en una rabia que no es la misma que en ocasiones anteriores; parado entre frescos charcos de sangre, rojos y profundos, en donde se han hundido lo que le quedaba de alma y culpa, y confundiéndose cada vez más con un dolor que no logra entender; dolor de amores arrebatados tempranamente. Ya son seis las vidas con las que ha acabado esta semana, en dos días apenas; el antes y desde casi siempre asesino de muchos, de cuerpos, de piernas que corrían, de cabezas pensantes, de bocas quejándose de lo realmente injusto, asesino a capricho de rostros, pero el casi nunca asesino de personas; el asesino desde casi un niño; el que se crió como todo un “bichito malo” entre los malandros del barrio, a pesar de los esfuerzos de la vieja, de su abuela, una de las pocas personas que el había amado bonito y puro; la misma vieja que lo sacaría de aquel cuartucho grasiento, obscuro y cargado de olores y sudores; ese cuartito pegado a la vereda donde se quedaba sentadito y jugando con los dos únicos carritos que tenía, rodándolos una y otra vez sobre el cemento caliente de mediodía, o frío y húmedo si era de noche y más si llovía, todo dependía de la hora en que madre recibía a los clientes; de ese ratico pegado a la ventana y jugando en voz alta para confundir los gritos de madre, los gritos de resignación. Precisamente ahí sentado fue que vio venir a la vieja la tarde que vino a llevárselo, no sin resistirse y no sin el llanto antes de madre, que realmente no era tan mala, (mala con ella misma principalmente); mucho menos cuando se tumbaba con el a jugar y reír en la cama, y a falta de más juguetes, avioncitos y barquitos de papel periódico armaban; de esa madre tan jovencita que a veces parecía hermana mayor que más nada, que más nadie.

barquito papelMadre jovencita que se había olvidado de mucho, en un olvido obligado a veces y olvido al descuido en otras; la que se había olvidado de amar a cualquiera, de amar a alguien, con la gran excepción de su muchachito; su otra excepción se perdió, en esa tarde que no vivió realmente, que a pesar de no ser para ella, un disparo, a pesar de que el que no está respirando es padre, es a ella a quien el disparo más le ha herido; esa madre que no por no querer, si no y más bien por la ausencia que urgencia, el darle cariño a veces se le había olvidado; esa que a ratos estaba allí pero aún así era otra, porque la que él conocía la droga se la había llevado de paseo; la que se prostituía para poder llenarle el estómago, para hacer que su muchachito sobreviviera, para que viviera estaban las risas montadas en barquitos, y para sobrevivir ella, a estos sus diecinueve años, casi todos equivocados, tenía la base y se creía heroína. Llanto después, vieja convenció a madre de llevarse a su muchachito, por aquello de que ya iba creciendo, ¿tanto y tan rápido se crece a los tres años en esta parte del mundo?; vieja quería evitarle el familiarizarse con la porquería que a veces vivía madre, de esa porquería que no siendo la misma, siempre lo perseguiría.

Todavía y así como hoy cree, (y es cierto) acordarse de ese abrazo tan fuerte y del beso salado por las lágrimas que le dio madre, mientras le prometía que iría todos los domingos a visitarlo, cosa que cumpliría, y tanteando así cada vez, a la vieja, que en el medio de largo e inútil ruego, no dejaría que madre se llevase a su muchachito de vuelta; vieja era muy testaruda y convincente y madre sólo quería ser madre; pero el serlo se le perdía a veces en la confusión y en un ocasional sopor  donde recurrentemente no era ella, así que no fue madre la que aceptó que su muchachito permaneciera con vieja, fue la otra. Madre faltó un domingo, muchachito se quedó pegado a la ventana y una hoja de papel periódico de lado; y cuando en el segundo domingo ya se hacía notar su ausencia nuevamente, se fue la vieja a reclamar;  con paso apurado y más preocupación que rabia, al llegar un olor, el olor más sucio que de costumbre, ese olor que guió hasta el cuerpo de madre, que ya desde antes estaba muerta, sólo que ahora estaba descompuesta; su aún joven cara con lágrimas y en la mano ya tiesa, un barquito de periódico agarrado con mucha fuerza; fue la primera vez que vio un muerto, fue la primera vez de tantas y tan pocas primeras veces, su primer amor, su primera despedida, la madre de todas su confusión; ellos se amaban, a pesar de la inocencia que se creía perdida, de la sonrisa arrebatada, niñez de madre escondida tras la barriga; ella siempre lo amó y el muchachito también a ella, ninguno pudo soportar tanto extrañar, tanta extrañeza; rápidamente corrió vieja con él de la mano, con apresuradas ganas trató de hacerle la niñez más niña, más feliz, más bonita y así sustituir a padre y a madre, y cumplir amorosamente con el muchachito, con todo lo que ya sus cansados huesos le permitían; la vieja también le amaba profunda y sinceramente, muchachito se dejaba querer y le correspondía; pero el mundo, su mundo, no giraba solamente en torno a él y la vieja.

A veces recordaba a madre, se la pensaba montada en un barquito de papel periódico pintado (pero nunca de color rojo), saludándolo con la mano y sonriéndole; a veces recordaba menos y era mucho lo que no entendía, y entonces se abría un hueco grande y por ahí el barquito con madre se hundía; muchachito desesperaba y ante tantos vacios iba con la vieja a preguntarle, pero la vieja era de esa generación dura, esa que desde temprana edad se le enseña a hablar para que calle; entre el crecer, las ausencias, el amor tenido y perdido, el cariño, el buen cariño a veces silente de la vieja, encontró la calle; y los amigos, unos más que otros, pero que ofrecían respuestas, ajenas a su situación, pero por un momento las preguntas calmaban.

Pasó el tiempo y fue creciendo y haciéndose más pequeño; iba a la escuela, cumplía con la vieja, pero eran más frecuentes las ocasiones en las cuales se le escapaba; a veces la vieja le regañaba y otras le dejaba pasar; entre sus salidas silentes y ruidosas, de pasos rápidos y secos, de disparos, cañonazos confundiéndose con el crujir de las gastadas articulaciones de la vieja; la vieja a veces esperando tras la puerta.

Todavía no siendo niño, todavía no siendo hombre; mató por primera vez; ya antes había robado, había golpeado, pero esta vez fue diferente; su primera vez, la segunda vez que veía a un muerto; pero esta vez tan diferente; aunque muerto por sus propias manos, ahora no se sentía culpable; esa culpabilidad que sentía con y por la muerte de madre.

En esa época ya era temido, reconocido, respetado por algunos; por ese tiempo de repetidas primeras veces conoció a la novia, una flaquita ojerosa que a pesar de todo siempre olía bien; no siéndole el muchachito siempre fiel al cuerpo si lo sería por siempre al corazón; continuó matando, robando, teniendo entre los bichos malos aún más poder; cosa que a la vieja no le gustaba, no era lo que quería para su muchachito, y a pesar de todo lo que veía, de lo que no sabía, guardaba esperanzas; no le reprochaba, le regañaba, se preocupaba, miraba como a pesar de el amor, de no conocer a padre; ese padre hijo de la vieja, azote de barrio asesinado enfrente de madre con muchachito en manos; cada vez y más cuando veía a muchachito le veía a él, se quedó tranquila, sin llegar a ser cómplice; envejeció de pronto, muchachito la cuidaba más, en discreción; se trajo el cálido olor de novia, olor que envolvió y se dejó querer por la vieja; cuando la novia ya no era una, se le hinchó de nuevo el corazón a la vieja; novia, doblemente ahora, estaba hermosa y la vieja era enormemente feliz otra vez.

Pasó un tiempo, sin ser largo, sin ser corto; y entre la felicidad y la alegría que venía en pequeños pasos se escapaba en silencio hacia las sombras y a ratos; una noche de intensa actividad y de color rojo intenso, se enteró de vieja; se le heló el cuerpo, recordó el crudo dolor como en viejos tiempos, ese desgarrador dolor que había guardado; único alivio, que vieja con su partida con blanco velo había cubierto ese rojo carmesí de sucias manos, a pesar de todo se fue tranquila y queriendo. Intentó callarse el muchachito, pero el dolor expresado en rabia, de sí quería salir; en acciones más que desordenadas cayó preso; por un tiempo estuvo entre paredes y barrotes, no encerrado, el encierro sólo podía y ha podido ponérselo él; novia e hijo lo visitaban cada vez que podía; desde múltiples paredes se fue haciendo más fuerte y débil, el poder; haciéndosele más pequeñas terminó por marcharse, al igual que afuera, que adentro y nuevamente afuera, siguió mandando; ahora con novia e hijo ya sumaban cuatro, había llegado su princesa, tarde con el sol negándose a esconderse y con la luna en cola; transcurrió menos y más hermoso tiempo, sin esconder ahora las escapadas, los pasos pesaban más y pisaban más fuerte.

-mar-rojoA lo lejos, disparo y gritos, seguidos de un duro silencio; en la cama duerme hijo, el miedo jamás sentido hace que muchachito se levante, sobresalto; busca a princesa, grita llamando a novia, pero esta no responde; se asoma a la calle y le hace señas a unos de sus secuaces para que velen por el sueño de hijo que duerme adentro, muchachito corre escaleras abajo; esta vez si siente el terror en su carne, esta vez, a diferencia de persecuciones, ahora si huye de algo; llega sin aliento, con el pecho oprimido; entre un grupo de personas ve arrodillada a novia, muchachito desespera, trata de ver el rosa, pero lo único que ve es rojo; el cuerpo de su princesa pegado contra de novia, que la acuna, pero no para dormirla, si no para traerla desde ese sueño. Muchachito, que se siente y vive culpable, enloquece, conoce el causante, sabe muy bien las causas, él creará las consecuencias; ayuda a levantar a novia, llevarla al médico, ya no hay más nada que hacer; el negro ya lo cubre todo, todavía su princesa es rosa y así lo será siempre, muchachito ahora sólo entiende en rojo, sale apresurado y solo, deja instrucciones, encomienda a hijo y novia, se despide por si acaso, toma sus armas y continúa escuchando al demonio en su cabeza; llega a su destino, y lo encuentra, masacre se queda corta, el dolor no se va, con cada muerto recrudece; de repente los muertos anteriores le importan; a ratos cree sentir que lo acosan, en voces que se unen a la del demonio, y le piden no estar solos; y así sigue buscando acompañantes, esta vez un poco como antes, personas sin rostros, inocentes culpables; con cada nuevo asesinato, muy contrario a lo que piensa, sus ganas aumentan, su rabia, su inmenso dolor no cesa; todavía logra ver a princesa, pero cada vez más esa imagen se va confundiendo con otros inocentes, para perderse a ratos cubriéndose de rojo, ese rojo que siempre lo ha acompañado, de ese rojo del cual se está escondiendo; de más nada, nada ni nadie más le aterra más que ese rojo; a ratos entre el negro logra escaparse, en un rincón se prepara; por primera vez en mucho tiempo se permite llorar, ahora nadie lo ve, la venganza parece en este momento un vago y fútil motivo, siente que con cada muerto su dolor se fragmenta, aún no sabe si también se va mitigando poco a poco; la lástima, lugar recurrente; la esperanza se la deja a hijo; camina, sólo que en esta ocasión no hay prisa, entra en una casa llena de “muchachitos”, colegas en la porquería, un poco parecidos a él, a lo que aprendió a hacer, no precisamente a ser; se para en medio de la sala, de todo esto, y calmadamente descarga sus armas; de repente todo es rojo de nuevo; tiene la mirada perdida a pesar de estar fija sobre los charcos de sangre; se queda parado en lo que parece ser una eternidad, y espera el último llamado y ruego de sus muertos; se abre la puerta, no voltea, pasos secos a pesar de la roja humedad; no alcanza a ver nada más, pero no es necesario, él siente como penetran una a una las balas; ahora está en paz y en calma, sin ver las caras de donde vienen da las gracias; sus pensamientos son para madre, vieja, novia, hijo y princesa.

Muchachito se ha marchado en un barquito de papel periódico y sobre una marea roja.

 


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