Una canción de tango suena distorsionada desde una radio oxidada. Los acordes se superponen, la melodía queda fuera de tono. Pero a Rodrigo no le importa. Baila tango con su sombra, a plena vista, sobre el paseo marítimo. La cadencia de sus pasos es admirable, a pesar de no entender la métrica académica reglamentaria. Los turistas, pasan a su lado confundidos por su danza, Rodrigo les devuelve la mirada sacando la lengua. Mostrando, de paso, sus dientes putrefactos. Le quedaban menos de diez, contando todas sus muelas.

Un paso mal ejecutado, discute consigo mismo. Se acusa, a viva voz, de su torpeza.

• ¡Patán! -se decía a sí mismo-. Jamás llegarás a llenar teatros bailando así. Inútil.

No obtenía respuesta, lo que le enfurecía aún más.

Se agarró de su camisa harapienta, mientras gritaba insultos ininteligibles. Se atizó tres puñetazos en sus sienes, hasta caer al suelo. Una vez ahí, empezó a estrangularse. Se intentaba desquitar de sus propias zarpas, rodando por el suelo.

• ¡Suéltame! -se gritaba-. Necio hijo de puta.

Se apretaba la garganta con muchísima fuerza, lleno de ira.

Los turistas pasaban a su lado, manteniendo las distancias. Muchos se acercaban, curiosos por su ataque de locura desenfrenada. Algunos querían ver con detenimiento el límite mórbido de la cordura humana. Poco a poco, fueron rodeando, desde lejos, al mendigo enloquecido.

En un instante de lucidez, Rodrigo vio a los mirones a su alrededor. Confuso, se levantó del suelo y salió corriendo, intentando huir. Sin embargo, debido a su propia torpeza, tropezó. Estrellando su frente contra un bordillo de la acera. Quedó ahí, tumbado bocabajo, bajo un progresivo charco de sangre que fue cubriendo su cuerpo.

Los turistas se marcharon, abandonando a Rodrigo a su suerte. El espectáculo había acabado.