A la luz de la luna

a la luz de la lunaCansado como estaba después de ocho horas de trabajo en la oficina de seguros, me senté en un banco del parquecillo que hay camino de mi casa, escuchando el rumor de las hojas y el trino de los pájaros, los susurros de parejas de enamorados entre las frescas sombras en su mágico mundo de dos. Allí, soñando por soñar, que algún día, cuando saque tiempo, lo dedicaré a escribir poemas de amor a Teresa, una vecina de ojos negros que se sienta a la que te criaste sobre la hierba del jardín de su casa y cuenta las estrellas y, a mí, me vuelve loco, pero a la que no me he atrevido nunca a dirigir la palabra, por esa timidez que arrastro desde que me nacieron. Aunque, yo sé que ella, me suele mirar de reojo cuando cree que no la miro. No sé…, una noche, vencida la distancia de cuatro metros que separa su jardín del mío, a lo mejor cruzo la valla y me acerco, para contar con ella las estrellas.

Y, en esas andaba, con los ojos cerrados, soñando por soñar en los poemas de amor y en que, si alguno no se me adelanta, le pediré si quiere ser mi novia, cuando una lluvia fina iluminaba el verde de las hojas ya con la luna en lo alto del cielo y, unos labios carnosos depositaban sobre los míos el beso más dulce que se haya dado nunca, para después marcharse sin decir palabra.

No quise abrir los ojos, de sobra sabía que había sido ella.

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