Dos poemas en prosa

Antón Castro

Primer encuentro, desengaño inmediato. ¿Te atreverías a luchar con alguien, cuyo nombre desconocías, cuyo rostro no querías ver, por ella? Pensaste: estoy demasiado lejos de mi mar y sus orillas de refugio. Os veíais todos los días, a mediatarde; os buscabais entre los autobuses en la plaza de todas las citas y de todos los adioses. Te debatías en una batalla mental con un fantasma. Intentabas aliviar tu espera absorbiendo la ciudad y sus ofrendas: visitabas el Casino Mercantil y oías a los rapsodas; buscabas la intimidad del ángelus en la Basílica y cantabas entre las columnas, bajo las cúpulas de Goya; te asomabas al Ebro y empezabas a verlo como el caudaloso río que te había negado la infancia, un río con labios de mar. Durante el paseo, parecía que ibas a lograr tu objetivo: hundirle tu risa y el olor de tu piel hasta el fondo de su sangre, encerrar su cuerpo menudo entre tu desesperación bajo la flor blanca de las magnolias. Ya habías descubierto el Jardín de Invierno, el Parque Grande y el Rincón de Goya: qué bien se besa en la pradera que se desliza inclinada hacia el sucio río Huerva, qué diferidas tardes de pasión imposible. Pero no tardaste en declararte perdedor. Lo dejamos así, si tú no hubieras existido no habría dejado el mar y sus riberas, y te agradezco esta forma de exilio, le dijiste. Huías, de nuevo, como un forajido en tierra extraña. Sin saberlo, acababas de descubrir que el desamor era el primer laboratorio de destierros.

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¿Qué se te había perdido a ti aquí, en esta ciudad donde el cierzo golpea el terciopelo de los ojos? Llegaste con el alba y sin maletas. La estación era como un gran animal desvelado, como una guarida de moribundos. Los viste, uno a uno, sobre los sacos de dormir: pugnaban en los rincones con un sueño imposible y tres noches sin ducha. Las luces se alzaron más allá de los túneles y las máquinas piafaban con lamentos de metal. Recuerda, ¿qué llevabas encima? Entonces leías lo justo y soñabas con las palabras. Entrecerrabas los ojos e imaginabas versos que no ibas a escribir. Allá, junto al mar, habías dejado a Valentina, aquella mujer que te enseñaba los pechos, el ombligo y su oloroso pubis, y te decía: “Cómeme el corazón y no te atragantes”. Aquí te esperaba ella. Pero no era para ti, aunque llegaste a creer lo contrario: te gustó verla caminar, tararear canciones, contar historias sin parar mientras el mundo esclarecía sus sombras. En la cocina de su casa, puso “Al final de este viaje” y te dijo: “¡Si supieras como te he buscado en cada canción mientras llegabas!”. Os habíais hecho amantes por carta. Ahí, en la piel del papel, eras infalible. Cuando os disteis el primer beso tranquilo y le volcaste en el oído un poema que habías escrito para ella, te advirtió: “Mi corazón no sólo te pertenece a ti”.

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