El ladrón

Escrito por: Benito Rabal

Hace unas semanas, un suceso trastocó la apacible vida de mi pueblo. Un grupo de personas entraron en un supermercado perteneciente a una conocida cadena, y, tras llenar varios carros de alimentos y otros productos de primera necesidad, se dispusieron a abandonar el comercio sin pagar la mercancía.

El encargado, no sé muy bien si celoso de su trabajo o temeroso de perderlo si no intervenía, les salió al paso. Sus esfuerzos por convencerles que depusieran su actitud fueron en balde. Los del grupo le decían que estaban parados hace tiempo; el encargado que no era su problema… Y así, tras el rifi rafe y recibir un empujón, éste no tuvo más remedio que hacerse a un lado y dejar que el grupo se marchase empujando los carritos que contenían el fruto de su botín.

No tardan mucho en correr las noticias en una pequeña comunidad y al poco, la puerta del supermercado estaba abarrotada de vecinos que clamaban por más seguridad mientras que, aunque nadie hubiera dicho nada al respecto de la nacionalidad de los asaltantes, aprovechaban para meterse con los emigrantes, culpables del paro y de infinitas desgracias, a decir de algunos. Asustaba escuchar sus conversaciones, la facilidad con la que buscan, rebuscan y encuentran culpables que sirvan de alivio a sus preocupaciones. El miedo es lo que tiene. Parece que si hacemos a otros responsables de nuestros males, el susto se nos quita del cuerpo o, al menos, se nos antoja menor.

Allí se oía de todo. Los más agoreros anunciaban que mañana tal vez nos podría a pasar a cualquiera de nosotros; que a dónde íbamos a parar con tanta desfachatez; que la culpa la tenían los políticos; que si la crisis; o que apañado estaba el país si todos nos llevásemos lo que nos hiciera falta sin pagar por ello… Oyendo a mis vecinos asegurar que todo se evitaba con más mano dura y penas de cárcel interminables, y dado que, si no todos nos conocemos, al menos sí una gran mayoría, me puse a pensar en algunas de las cosas que yo sabía de ellos.

Me acusaron de todo, de delincuente,
de demagogo, de sacar las cosas de quicio

En uno de los corrillos se desgañitaba una enfermera que se llevaba a su casa las gasas, el algodón y demás útiles sanitarios del hospital en el que trabajaba; otro, un camarero, botellas y refrescos de la cafetería donde estaba empleado; el oficinista no compraba la tinta de su impresora; ni el jardinero las plantas de su jardín; ni el albañil el cemento para las chapuzas del fin de semana… Muchos de ellos se resarcían de las humillaciones y abusos que sufrían en el trabajo, llevándose bajo la ropa u oculto en la cartera, aquello que pensaban les pertenecía de acuerdo a la máxima de “la tierra, para quien la trabaja”. Sin embargo, todos estaban de acuerdo en juzgar y condenar a quienes se habían atrevido a apropiarse de lo que necesitaban a las claras, violando el sagrado templo del sumo consumismo. Era lícito robar de sus trabajos, pero no atacar a las bases del sistema.

No estaba ni la cosa, ni los ánimos para soltar lo de que “la propiedad es el robo”, ni tan siquiera hacer alusión alguna sobre los abusivos precios de los alimentos, lo cual constituía un atraco en sí mismo. Pero a mi, me pierde la boca. Me lo decían desde pequeño:”Cállate, que estás mas mono, guapo”. Y nunca, desde pequeño, hice caso a la recomendación. Así que me encaré con los presentes y les recordé que nuestra sociedad estaba construida sobre el robo. Robo eran las comisiones e hipotecas de los bancos; robo las máquinas y electrodomésticos que comprábamos y que estudiadamente, siempre se estropeaban al poco de adquirirlas; robo los beneficios de los intermediarios que aumentaban de manera escandalosa el precio del producto; robo nuestra balanza comercial, siempre desfavorable a los países pobres;… Y aún así, se sigue votando a gobernantes corruptos, porque, dado que robaban más que nadie, teníamos la creencia que nos llevarían mejor por el camino de la riqueza que supone el latrocinio.

Aquello fue el pandemonium. Me acusaron de todo, de delincuente, de demagogo, de sacar las cosas de quicio; pero sobre todo, de mentiroso, porque, según ellos, nada tenía que ver lo que había sucedido, con lo que yo afirmaba.

Mi vida ha cambiado desde entonces. Me he tenido que mudar a otro pueblo donde nadie me conoce. Me han echado del trabajo y no creo que nadie me quiera dar otro. He estado varios días sin dormir, pensando en cómo alimentar a mi familia. Hasta que ayer descubrí que acababan de inaugurar un nuevo centro comercial, de esos que no cierran ningún día, excesivamente iluminados y con permanente aire acondicionado. Tal vez lo asalte sin avergonzarme. Quién roba a un ladrón…

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