Y Dios en el Espacio
Escrito por: Manuel M. Forega
“Sí, mi Destino es inmortal y yo, que aquí lo escribo, seré inmortal igual que mi Destino”. El mejor Juan Ramón está en Espacio, en esa tarea creadora que transforma el mundo en templo, en liturgia la palabra y el poema en rito, una fuerza adoratriz para alcanzar lo que Jiménez llamó “conciencia mía”; esto es: la obra, dios, su dios.
No es raro entonces ese afán del poeta por borrar límites formales, expresivos, etc. a ese espacio para otorgarle, como a los dioses, un carácter intemporal: el que precisaba su “obra”, como creación que lo perpetuara. Yo sí creo en este Juan Ramón antiUnamuno.
Aun con su fatuidad e insoportable mal genio, me enseñó cómo ser teósofo pagano y galante; cómo fundar el propio destino, ya sea literario al menos, desde la creencia en él (el destino), en su arquitectura azarosa: “Termínate a ti mismo”, repetíale su conciencia, que era su obra y era él más allá de su vida y de su muerte.
La consecución de este objetivo exige un proceso en el que la actitud del hombre ante sí mismo, de la obra como creación artística y autocreación, experimenta disociaciones, estados de extrañeza y reconocimiento, de repulsión y fascinación, de separación y reunión con “lo otro”.
Instinto e inteligencia, sustancia y esencia, sueño y realidad suponen dicotomías básicas que el poeta trata de conciliar por medio de un instrumento verbal: la poesía, y a través del símbolo que arriesga elegir: “la conciencia que se realiza”, el “Destino”.
Sí, mi Destino es inmortal y yo, que aquí lo escribo,
seré inmortal igual que mi Destino
Creo que sí: Juan Ramón reparó en que la obra literaria, como acto poético, en tanto se crea, muestra que ser mortales no es sino una de las caras de nuestra condición; la otra es ser vivientes, y ambas construyen lo que él mismo llama “el hombre pleno”.
Su “dios” es, a la vez que resultado, creación de este hombre instruido por aquella conciencia: de sí mismo y de lo otro.