La llamada del río
Sinopsis
Una fuerte tormenta invernal produjo una riada y grandes inundaciones en el valle del Ebro. Un matrimonio pereció y dejó huérfanos a tres hijos. La novela narra la vida de los hermanos para salir adelante con episodios de amor y odio, de amistad y traición, de costumbres y leyendas. Todo ello sucede en un ambiente real, cercano, íntimo, lleno de historias personales de gran fuerza vital. Son retratos de una época que giran alrededor del río.
La acción transcurre por pueblos que acaricia el Ebro, como Razazol, Zaragoza, Logroño y núcleos de la Ribera Alta; al tiempo que los protagonistas desbordan estos límites y se adentran en Barcelona y en la isla de Cuba, con la intervención en la guerra finisecular del XIX.
Es una bella Historia del Ebro y de sus gentes.
A continuación se reproduce el comienzo de la citada novela ya publicada por la editorial Geodesma.
La riada en Razazol
Al final del invierno de 1888 una fuerte borrasca penetró por Galicia y recorrió la Península Ibérica en dirección a la costa levantina. El cielo de color gris plomo se cernía sobre los pueblos del valle del Ebro. Los ciudadanos observaban temerosos las enormes masas de aire que cubrían sus cabezas; casi las podían tocar con sus manos. A los mayores del lugar les creó gran inquietud.
El sol se había escondido detrás de las grandes nubes y la tarde se ausentaba ante tal cambio de luz. Los primeros truenos retumbaron en el pueblo con gran sonoridad, y múltiples rayos iluminaron solitarios árboles y aperos que encontraron en su camino. El pánico se fue adueñando poco a poco de los vecinos de Razazol.
–¡Esto tiene mal aspecto! –dijo Domingo a su mujer.
El ambiente húmedo penetraba por todos los rincones. Al cabo de poco tiempo comenzaron a caer fuertes goterones; al principio, aislados, intermitentes, y pasados unos minutos el agua arreció con fuerza, el cielo atronó y el sonido fue tan fuerte que los muros de las casas se movieron.
Agua, truenos y relámpagos por doquier, unidos en una orquesta amenazante que presagiaba sorpresas. Un gato negro pasó por delante de la casa de los señores Lasierra.
Algunos vecinos observaron desde sus casas la caída de la intensa lluvia; mujeres, temerosas de las tormentas, se refugiaron en lo más recóndito de sus hogares: unas debajo de las camas, otras escondidas en el lugar más sombrío de la vivienda, y las más rezando delante de alguna virgen, máxime de santa Bárbara, para que la perturbación no fuera acompañada de desgracias.
–Esta tormenta parece muy seria –afirmó María apesadumbrada.
–Sí, no me gusta; esperemos que escampe pronto –respondió el marido, intranquilo y nervioso.
Pese a las buenas intenciones de Domingo, lo cierto es que la pertinaz lluvia no cesaba; prosiguió durante horas. Las calles se encharcaron, se llenaron de lodo y suciedad, formando ríos de tinta ocre hasta desembocar en el río. La altura de la corriente amenazaba con penetrar en las casas; a punto de saltar los umbrales. El cielo ennegrecido no anunciaba cambio alguno. Los animales en el campo daban brincos y corrían a su libre albedrio y los cultivos se anegaban sin remedio.
Pasadas unas horas del comienzo de la tempestad, todo estaba oscuro y la recia cortina de agua impedía ver más allá de las gotas deslizándose por las paredes de la vivienda. El matrimonio comenzó a preocuparse por los caballos y las ovejas que tenían en el soto de la Mejana. La parcela estaba vallada y, por tanto, no podían salir. Era necesario ir en su ayuda y trasladarlos a otro lugar más elevado.
Domingo y María se colocaron unos chaquetones impermeables y unas botas de goma y cubiertos por un paraguas salieron de casa.
Los tres hijos estaban presentes en su domicilio y eran conscientes de la situación. El mayor rogó a sus padres:
–Mejor que no salgáis de casa, la noche está muy peligrosa.
Los padres continuaron con su idea.
–¡Vámonos! ¡Cógeme del brazo para que no tropieces y te caigas! –exclamó Domingo.
–¡Esto es terrible, peor de lo que imaginaba! –contestó ella con recelo.
–Peor, si cabe, que otras veces.
El aspecto era dantesco. El caudal del río inundaba sus tierras; un palmo de agua superaba el nivel del suelo, todo enfangado. Los animales, alocados, chapoteaban por el agua asustados por los rayos y el ruido de los truenos.
–¡Vamos a casa, regresemos! –propuso María.
–¡No!, no podemos abandonar lo poco que tenemos, las ovejas, los caballos… Es nuestro patrimonio.
Seguía insistiendo.
–¡Vámonos, Domingo, es inevitable la pérdida!
–¡Vete tú!, yo me quedo a salvarlos y luego nos vemos en casa.
–¡O los dos juntos o nada!
–¡Pues nada! Lo hacemos entre los dos.
Abrieron la cancela del vallado y se acercaron a los caballos. Un potro alazán encabritado realizó un movimiento brusco cuando Domingo trataba de cogerlo. El equino levantó sus patas delanteras lo más que pudo y con todo su ímpetu le golpeó en el pecho y le tiró al suelo. María fue a ayudarle.
–Domingo, Domingo, cariño, qué te ha ocurrido.
Al tiempo que pronunciaba estas palabras, fue empujada por una manada desbocada que huía de una electrizante luz que cruzó la parcela. Golpearon a los dueños y los pisotearon impunemente, mientras ellos yacían cuan largos eran mezclados con el barro y cubiertos por el agua que caía a raudales.