Del gris al amarillo

Sinopsis

Durante la II Guerra Mundial muchas toneladas de wolframio y hierro cruzaron los Pirineos hacia fábricas alemanas, y varias de lingotes de oro se depositaron en Madrid y Lisboa. Esos fueron los caminos del gris al amarillo, transitados también por una legión de fugitivos extranjeros que entraron en España.

La novela narra la intervención de agentes españoles en los episodios que jalonaron esa contienda en la Península Ibérica. Algunos hitos hablan de los pasos clandestinos por el Pirineo Central, la fuga por la Ribera Alta del Ebro, la estancia de militares extranjeros en balnearios aragoneses, los pueblos mineros de Teruel y Fontao (Galicia) y el espionaje en Tánger.

Los protagonistas nos descubren hechos reales acaecidos en España. Se sumergen en su interior y participan de un mundo colmado de aventuras e intriga, en el que flota una lucha constante entre el deber y la pasión.

Es una parte de nuestra Historia menos conocida, no exenta de ternura y emoción.

A continuación se reproduce el comienzo de la citada novela ya publicada por la editorial Geodesma.

Cubierta novela

El sobre secreto de Zaragoza

El jefe de estación tocó el silbato para anunciar la salida del ferrocarril de Canfranc en dirección a Zaragoza. Era un día frío y una densa niebla lamía las copas de los árboles del Alto Aragón; el color grisáceo de las nubes y las apretadas partículas de agua apenas dejaban pasar la luz.

Aquella mañana de febrero de 1941 los pasajeros se agolpaban alrededor de las puertas de acceso al tren y, con rapidez, se introducían en los departamentos para acomodarse ante el viaje que les trasladaría a otros núcleos aragoneses. Las hermanas Dorita y Paulina estaban inquietas y miraban con recelo al resto de pasajeros. Era un viaje rutinario, que repetían habitualmente juntas, si bien en alguna ocasión solo viajaba la menor, Dorita, que contaba dieciocho años de edad.

Se sentaron en un departamento vacío del tren con la intención de viajar solas; sin embargo, cuando la locomotora rebasó los últimos edificios de la estación, dos guardias civiles aparecieron en el umbral de su estancia.

–¿Podemos sentarnos? –dijo uno de ellos.
–Sí… –contestó Paulina dubitativa.

Mientras los agentes colocaban sus capas en un altillo, ellas se miraron con cierta congoja por la presencia de sus acompañantes.

–¿Van ustedes a Zaragoza? –se interesó el guardia de más edad.
–Sí –respondió Paulina con brusquedad. Su hermana miraba por la ventana y el reflejo del cristal le servía para observar a sus nuevos vecinos.
–¿Trabajan en Canfranc o…?
–No… –manifestó la mayor con desgana.
–¡Ya!

Estaba claro que ellas no deseaban participar en la conversación y la presencia de los guardias les disgustaba. Prefirieron guardar silencio. Ellos realizaban con frecuencia el servicio de vigilancia en el tren y su residencia variaba entre Zaragoza, Jaca y Canfranc. El más joven, Carlos, estaba más tiempo en Canfranc y alternaba con la gente de la estación y los transeúntes. Y pese a que conocía a muchos de los residentes, no estaba seguro de haber visto a esas dos chicas por allí.

Su compañero de viaje también dudaba.

–¿Sois de Canfranc, verdad? –volvió a preguntar el mayor de los guardias.
–No –contestó Paulina.
–Y… ¿por qué estabais en la estación?
–Porque hemos visitado a una amiga.

Se callaron.

El tren recorría un sinuoso trazado por el valle de Canfranc, estrecho y profundo, flanqueado por elevadas sierras del Pirineo Central. Poco después llegaron a Jaca, capital del sector de la Jacetania. Algunos viajeros se apearon y otros, en cambio, subieron al tren con destino a Huesca y Zaragoza. Las dos hermanas salieron al pasillo.

–¿Qué hacemos? –preguntó Paulina en voz baja a su hermana.
–¿Podríamos ir a otro departamento?
–¡Vamos a ver si hay alguno libre!

Buscaron por las cercanías y todos los asientos estaban ocupados o solo quedaba uno libre. Regresaron al lugar de origen.

–De todas formas creo que es mejor continuar en el mismo sitio. En caso contrario, levantaríamos sospechas –apuntó la menor, y añadió–: Para no hablar con ellos, podemos simular que dormimos.
–De acuerdo.

Entre tanto, los dos guardias comentaron que la actitud de las chicas era un poco extraña. Ni hablaban ni querían responder a sus preguntas.

¡Tal vez ocultaban algo!

El pitido de la locomotora coincidió de nuevo con el traqueteo del tren, y las corrientes de aire que se deslizaban por el pasillo no invitaban a estar fuera del departamento. La temperatura rondaba los 0ºC.

Las hermanas se arrellanaron en sus asientos y seguidamente cerraron los ojos para dormitar. En ese estado intermedio entre el sueño y la realidad, Dorita no podía dejar de pensar en el sobre que llevaba debajo de su faja. Era voluminoso y debía entregarlo a un hombre en Zaragoza. Lo trasladaba oculto y bien sujeto con las cintas de su corsé, protegido por amplias ropas para evitar que se le notara externamente. Ya había llevado otros sobres en varias ocasiones sin problema alguno, pero en ese momento la situación era diferente: estaba preocupada por si sus acompañantes sospecharan algo y decidieran registrarla.

Ese sentimiento le turbaba.

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