Sobre la brevedad de la vida
O de Brevitate vitae, así, en latín, que queda más distinguido el título original del himno interpretado al comienzo del curso en la universidad zaragozana, pero con el nombre de Gaudeamus igitur, un cántico del que ya hablé aquí en un artículo anterior. Vale la pena insistir sobre el asunto, sobre todo para los que por delante, y ya pasado el ecuador de la vida, queda un tramo más corto que el que vamos dejando atrás.
Tiempo para reflexionar sobre lo acontecido y sobre lo que todavía está por llegar si nos queda aliento. Y es que a lo mejor deberíamos dar más cancha al presente y confiar menos en un futuro que siempre se presenta incierto. Algo que no parece tan sencillo debido al animal de costumbres que llevamos dentro y que nos aferra al conservadurismo, a hacer más o menos lo mismo siempre, como si estuviéramos forjados a base de hábitos de los cuales no nos podemos desprender. Dedicamos demasiado tiempo a cosas banales. Resulta embarazoso correr riesgos para adentrarnos, aunque sea de forma temporal, en territorios desconocidos. Nos conformamos con que la vida pase por delante con pasividad y, a veces, hasta parecemos actuar en defensa propia ante ese valioso y rico patrimonio que poseemos.
Probablemente hemos aprendido poco de nuestros ancestros en ese sentido. Desde antes de Cristo, ya poetas y sabios griegos y latinos exaltaban a la vida invitando a aprovecharla, a gozar de los placeres terrenales antes de que sea demasiado tarde. En el Carpe diem, atribuido al poeta romano Horacio, nacido en el año 65 a.C. ya viene a decirse: aprovecha el momento, no lo malgastes, mientras hablamos huye receloso el tiempo. También, y en esa época, otro romano, Virgilio, en las Geórgicas habla sobre el Tempus fugit recordándonos eso de que el tiempo se escapa y vuela como las nubes, como las sombras.
Muchas personas pierden pequeñas
alegrías esperando la gran felicidad
Más tarde, el persa Umar Khayyam, nacido en el 1040 de nuestra era, en los poemas de su obra Rubaiyat escribe, entre líneas: “Convéncete de que un día tu alma dejará el cuerpo. Mientras esperas, ¡sé feliz! Acepta cualquier goce que pueda ofrecerte la vida, desprecia aquello que pueda robarte momentos de dicha”.
Más cerca de nosotros, en 1803, en la abadía de Bura Sancti Benedicti, Baviera, fue encontrado un códice con cánticos en latín del siglo XIII, con el nombre de Carmina Burana. Letra a la que puso excelente música coral Carl Orff en 1936, convirtiendo a la obra en célebre. En estos poemas se hace gala de forma insistente y en cada repetitiva estrofa del gozo de vivir los momentos presentes, mientras se satiriza sobre el poder de la corona y el del clero de entonces. La escritora estadounidense y premio Nobel de Literatura Pearl S. Buck también se sumó a esta filosofía de la vida y dejó escrito: “Muchas personas pierden pequeñas alegrías esperando la gran felicidad”. Y hasta el sabio Einstein llegó a decir: “Nunca pienso en el futuro, llega enseguida”.
Nunca pienso en el futuro,
llega enseguida
No hace falta ser sabio, ni escritor, ni poeta reconocido para poner en tela de juicio ese futuro y pensar más en el presente. Basta con tener en cuenta la sabiduría que se desprende del pueblo llano, esa que se aprende en la calle, a pie de obra, sin aulas, sin libros. Tan solo han pasado unos cuatro años. La frase, relacionada con el destino cuestionable de cada cual, y apuntada en mi libreta, fue escrita con pintura sobre una barandilla de la estación del ferrocarril de Cáceres. Pude leerla cuando intentaba regresar en tren de la primera parte de mi viaje con mochila y botas sobre la Vía de la Plata, andando desde Sevilla. A falta de piedra y cincel donde poder inmortalizarla, el autor o autora escribió: “Ke kieres ke t diga, de pronto jiras una eskina y la kgas, t pues torzer pa toa la vida”. Pues eso, amigos, a vivir que son dos días.
* Publicado por cortesía de www.aragondigital.es
Muchisimas gracias.