Casos no vistos para sentencia

El abogado Castillo se despojó de su toga con gesto de alivio. El sudor le resbalaba por la frente. Hacía calor; la mañana había sido intensa; se había empleado a fondo en la defensa de su cliente, acusado de abusar sexualmente de una niña. El caso era muy complicado. Incluso al juez, seguramente, le iba a resultar difícil dictar el veredicto.

Castillo tenía fama de lidiar casos difíciles, consiguiendo, dentro de lo estipulado por ley, las condenas más benévolas para los delincuentes que solicitaban que los defendiera. Era un hombre de mirada serena, íntegro, serio y respetado tanto en el entorno legal como en el social y familiar, ya que se mostraba como un buen marido y mejor padre de dos niñas de 7 y 9 años.

Los sábados, mientras su esposa se dedicaba a ir al mercado para aprovisionar la despensa de la casa con viandas destinadas al consumo del resto de la semana, él se marchaba al parque de la urbanización en la que vivían a disfrutar de una mañana de juegos y asueto con sus dos hijas. Era lo que se podía denominar “un padrazo”.

Jugaba con ellas, les compraba chucherías y compartía sus confidencias y sueños que, a borbotones y pisándose al hablar una a la otra, le contaban. Igualmente se sentía especialmente bien conversando con otros padres y abuelos que también llevaban a sus hijos allí, ya veteranos conocidos del parque por asiduos y coincidentes.

De vez en cuando, en medio de las más o menos historias triviales que surgían entre los adultos, levantaba la vista y parecía que se ausentaba por unos momentos del lugar. Pero no se alejaba muchos metros. Sabía bien lo que estaba haciendo.

Era lo que se podía
denominar “un padrazo”

-¡Han agredido sexualmente a otro niño de la urbanización! Yo lo conocía. Tenía unos 10 años y jugaba con el balón con otros críos. ¡Van tres ya en poco tiempo: dos niños y una niña! ¡Al final no vamos a poder salir de casa…!

Así se expresaba un abuelo que también acompañaba a sus nietos los fines de semana al parquecillo, punto de encuentro de la mayoría de la gente menuda de los alrededores.

El lunes siguiente a dicha agresión, el Sr. Castillo se atusó con esmero el cabello, dirigió complacido una última mirada al espejo que le devolvió la imagen de seriedad y respeto que era preciso mostrar. Impecable, limpio y sobriamente vestido, se dio el visto bueno para ir, como de costumbre, al juzgado a enfrentarse con un nuevo caso que volvería a defender con ahínco y destreza. No cabía ninguna duda: era un brillante abogado.

En un cajón del altillo del armario del vestidor de la casa familiar, cuya llave guardaba en el interior de una pequeña cajita de plástico rojo, introducida a su vez dentro de otra más grande de cartón que contenía unos zapatos viejos, ya en desuso, dormitaba un ordenador portátil muy pequeñito que solo utilizaba él, cuando sabía que nadie le iba a importunar. En una de sus carpetas, camuflada bajo el nombre de “Casos por resolver”, se escondían montones de vídeos de niños y niñas de grandes ojos tristes y caras que no evidenciaban estar sintiendo ningún placer. Desnudos totalmente, habían sido obligados a realizar conductas sexuales con alguien que se regodeaba grabándolas para luego contemplarlas repetidas veces. Esta vez no daba la sensación de ser un hombre serio y recto, de mirada serena. Era un monstruo que había permanecido encerrado en el Castillo durante muchas horas de cada día y que, maléfico y oscuro, mostraba la podredumbre que albergaba realmente en su interior.

De momento, estos casos seguirían siendo, “No vistos para sentencia”.

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