Como hace más de cuarenta años
Vuelven a brillarte los ojos de esa forma tan especial. No pasa nada, tonta. ¿Lo ves? Ya está. Sé que lo has sentido y que has conectado conmigo.
Es cuanto necesito saber.
Ha pasado ya demasiado tiempo desde aquella vez que te brillaron así. ¿Lo recuerdas? Éramos tan jóvenes y tan inocentes que apenas teníamos consciencia de lo que hacíamos. Cuantos desvelos, insatisfacciones y miedos hemos superado juntos. Cuanto ha cambiado el mundo, y la vida, y nosotros. ¿Te das cuenta? No, no espero que me respondas, ojala pudieses hacerlo; sólo te pido que me escuches y que recuerdes cómo era la vida entonces. Era más dura que ahora; pero éramos jóvenes y fuimos capaces de levantar sueños desde la nada. La madurez otorga una visión mucho más distante y sosegada de las cosas que vamos descubriendo cada día sin pretender nada más que recibir una caricia o algo de cariño para no caer en ese pozo que amenaza el eterno desaliento ante nosotros.
Igual que bajo aquel olivo,
como hace más de cuarenta años
Y es que siempre me ha llamado poderosamente la atención el extraordinario brillo de tus ojos cuando sientes eso que pretendo. Aquella vez, hace más de cuarenta años, pude descubrirlo bajo aquel olivo pese a tu recatado silencio. Eras toda inocencia y yo, pura torpeza. No sé quien de los dos albergaba más temor: si tú a lo desconocido o yo a herir tu dulce sensibilidad. Desde entonces, superados nuestros primeros miedos, en cada una de las ocasiones en las que hemos compartido este mismo sentimiento, he vuelto a descubrir esa señal de ilusión en tus dulces ojos que ha supuesto siempre el triunfo a todos mis esfuerzos y desvelos. Ese brillo especial supone para mí el más enorme de los placeres, la recompensa más maravillosa a todo lo que hago por ti.
Cada día.
No, mujer, no creas que tus ojos son menos maravillosos que entonces por haber perdido esa mirada atrevida de la que un día me prendí. Tampoco yo soy el mismo. Ahora, tu piel de cristal yace bajo mi piel ajada y los movimientos de mi cuerpo han ido perdiendo aquel vigor. Me cuesta ya un gran esfuerzo conseguir esa armonía elevada y sostener en todo lo alto mi ánimo que amenaza con quebrarse a cada momento sin saber con certeza si mis fervores encendidos son de tu completo agrado. Me gustaría tanto que me lo dijeses.
Sin embargo lo sospecho. Tu silencio cruel comunica tan poco y tanto a la vez que, de no ser por ese brillo poderoso que siempre acaba apareciendo en tu mirada perdida, diría que yazco sobre el cadáver de un recuerdo del que no me quiero soltar. A estas alturas de la vida no concibo los días sin ti. Me he acostumbrado a tu presencia callada como a respirar; a llenar con ese aire necesario todo mi interior sin advertirlo, pero que me llevaría a la muerte de no hacerlo de continuo. Tu figura, caliente e inerte, amanece cada día junto a mí y, aunque el silencio definitivo al que obliga tu enfermedad impide cualquier traza de entendimiento posible, sé que en tu interior sigues descubriendo en mí ese amor que día a día te entrego sin medida.
Por eso, cuando yacemos, sé que es el momento durante el cual tu mente se restablece, y se aclara por un segundo, y grita finalmente de placer en completo silencio porque sólo entonces, consigues ese brillo tan especial en el fondo de tus ojos, como aquella vez, doctor Alzheimer, igual que bajo aquel olivo, como hace más de cuarenta años.