Lo que toca
Parece mentira que haya pasado un año, que hayamos atravesado estaciones floridas y flotado en las espumas de las olas, que el otoño nos haya envuelto en su urgente clima de nostalgia. Ahora las calles, con la lluvia y el frío, se vuelven inhóspitas, y solo las luces navideñas nos obligan a marcar la sonrisa.
Pero, como en todo ritual mágico, nadie se atreve a salirse del guión, aunque a veces nos gustaría que las cosas fueran más simples, con la exacta arquitectura de un copo de nieve y la tranquilidad táctil de un adagio.
Sin embargo, hay una ligereza desaliñada en los viandantes, una prisa en los automóviles, un graznido de sirenas y villancicos que nos aturden y nos desvían de la idea original.
Para aquellos que creen en Él, Dios nace en un pesebre y tiene frío, como los mendigos que amontonan cartones en la esquina de una tienda de regalos (esa imagen que nos entorpece el propósito de pasar unas fiestas felices, que nos sacude levemente la conciencia);para esos otros que, imbuidos del lenguaje de su época, hablan de «espíritu», son días de compartir en las campañas de recogida de alimentos y de ropa, jornadas intensas en las que la fraternidad se erige como humo que al poco se evapora.
La fraternidad se erige
como humo que al poco se evapora
Yo quiero pensar en una Navidad verdadera y eterna, que se alargue tan lejos como la sombra plácida de los veranos, que nos reúna en torno a una mesa más ancha donde quepamos todos, donde nadie, a los postres, se marche en busca de un rincón donde rehacer su nido de papeles. Ese es mi único deseo ahora que las luces nos engañan.
Que así sea.