Entre padres anda el juego
Mis hijos siguen creciendo. Tengo un adolescente de manual, con quince años cumplidos, guerrero, rebelde y muy inteligente; una preadolescente de doce, dulce, encantadora y servicial… hasta hace nada; y un juguetito de cuatro años recién cumplidos con demasiado genio, media lengua y una imaginación desatada. Mi esposa y yo nos vemos obligados ahora, en consecuencia, a afrontar numerosos desajustes generacionales que oscilan entre el aprendizaje de las primeras vocales, el descubrimiento de los chupetones y el coqueteo inicial con las salidas nocturnas.
Tener a una chiquitina en casa es, desde luego, un motivo permanente de alegría. Dicen que a los pequeños se tiende a protegerlos más, aunque no sé si estoy de acuerdo: es cierto que los papis, más cansados de educar y a la vez con mayor experiencia para discernir y desdramatizar, aumentamos nuestra condescendencia respecto a lo accesorio —un capricho, el levantamiento de un castigo o esa sonrisa peor disimulada tras su última trastada—. También es cierto que tendemos a dejarlos crecer con más autonomía, a su aire, por su cuenta. Aunque, desde luego, siempre influidos por las “adolescentadas” de sus hermanos mayores que, todo sea dicho, en el cuidado de los más pequeños suelen pasar de héroes a villanos indiscriminadamente: lo mismo te ayudan impagablemente en su cuidado que se cargan el más esmerado proceso de enseñanza con un pésimo ejemplo, un comentario inoportuno o una broma irresponsable.
La familia es el núcleo
constructivo de toda sociedad
Ay, los hijos. Mientras unos empiezan a pensar en su futuro, otros se mueren de risa, llenos de inocencia, por cualquier simpleza. Mientras los mayores empiezan a conquistar su propio espacio, los chiquitines tratan de hacer lo mismo rodeados de juguetes.
La influencia de los padres en los hijos se prolonga toda la vida… de los hijos de estos hijos. Cuando nosotros ya no estemos, nuestro legado emocional y formativo permanecerá en ellos influyendo en su existencia y, a su vez, será transmitido —o habrá sido transmitido— a nuestros nietos. La familia es el núcleo constructivo de toda sociedad y, sin embargo, nadie nos ha enseñado jamás a comportarnos como padres. Nadie… excepto los nuestros con su ejemplo, que siempre trataron de esforzarse para darnos lo mejor, a su manera, con más o menos acierto y buena suerte.
No es nada fácil ser padre. Mucho menos serlo veinticuatro horas al día durante cada día. Sin descanso. Sin tardes libres. Sin vacaciones ni renuncias. Las cosas, además, rara vez salen como imaginábamos. La individualidad de nuestros hijos, que han nacido únicos y solamente parecidos a sí mismos, les lleva a tomar siempre su propias decisiones, con independencia de que estas nos hagan felices o infelices a nosotros.
La recompensa paterna, lo mismo que el esfuerzo, se obtiene cada día en las cosas y momentos más sencillos: ese beso inesperado de la adolescente en tu mejilla, esa dedicatoria de un gol en el partido decisivo, esa reacción admirable o ese “papá, mira lo que hago” de los más pequeños. Y tras haberlos acostado, cuando te asomas a sus habitaciones y los ves dormir serenos, relajados, felices, en un entorno familiar acorde a sus necesidades.
Te sientes bien, muy bien, entonces. Especialmente porque sabes que aún dispones de algunos minutos para disfrutar en soledad con tu pareja, antes de caer rendido a los pies del próximo día entre cachorros.