K.
Mi madre no quiso venir. Ya la conoces: tan en su sitio, tan discreta, tan prudente: – Eso es para gente de la profesión o para muy íntimos. Y yo insistí: -A ti te tenía mucho cariño, te adoptó como madre. Y tú se lo tenías a ella.
Pero ya sabes, eso te gustaba mucho de ella: sabe muy bien cuál es su lugar. Pero cuando llegué y me dieron el programa de mano y vi la foto que te hice con Emma en un cumpleaños mío hace unos cuántos años… deseé con todas mis fuerzas que estuviera allí. O mejor, que estuviéramos todas allí.
Nós entendimos enseguida. Porque amamos el teatro sobre todas las cosas. Y porque hablamos sin tapujos. Nos quisimos. Mucho. Nos querremos siempre. Mientras viva, permanecerás aquí. Nos unieron muchas cosas. Muchas personas. Muchas y muy queridas.
Recuerdos tus llamadas a las dos de la mañana. Siempre estabas muy liada. Con mil viajes, estrenos, reuniones… pero nunca, aunque fuera a esas horas de la madrugada, dejabas de formar parte, de preocuparte, de estar. Y siempre buen rollo. Y siempre adelante. Y siempre solucionando. Y siempre, siempre sonriendo.
Yo era muy joven cuando te conocí. Mucho. Aunque entonces me creyera muy mayor. Y, desde entonces, podíamos hablar más o menos frecuentemente, pero nunca nos separamos. Y Emma, Emma Cohen. A la que tú llamabas hermana. A la que yo llamé madre. Un vínculo que nos unió de una forma especial.
Y tus advertencias. Y tus enseñanzas. Muchas al principio me parecían lejanas e incluso ajenas. Hoy las entiendo tan bien… Tan rápida, tan lista, tan enérgica, tan de verdad…
Algo tengo claro, mi querida K. (Así nos referíamos a ti siempre Emma y yo): y es que sonreiré, reiré y me beberé la vida con inquietud, ganas y curiosidad. Y que el teatro será siempre mi verdadero motor, mi fuerza, mi razón y mi empuje. Y que cada vez que me enfrente al público, te sonreiré, amiga.
Me debes un gintonic, no me olvido. Y no te lo pienso perdonar. Te quiero mucho. Te querré siempre. Pero eso tú ya lo sabes.