Cuesta abajo y sin frenos
Hubo escasez en la cosecha de tomate en el pequeño pueblo de Urkiola aquel año. Las constantes nevadas, lluvias, el granizo y las mañanas de Rocío castigaron a la localidad.
Un día que Ángel conducía su camión puerto arriba cargado de pallets de tomate frito enlatado, pudo observar como el viejo carruaje de Sabino se afanaba por alcanzar el último repecho, y como buen compatriota no dudó en ayudarle.
Aparcó el camión a un lado de la pequeña meseta, y comenzó a empujar aguas arriba. Tras cinco minutos ayudando a Sabino, este alzó la vara en señal de agradecimiento, y Ángel descendió felizmente la cuesta. No obstante, extrañado no recordó el lugar donde apeó el camión.
Angustiado, y ya recordando el sitio exacto, viendo que no estaba allí, se echó las manos a la cabeza. ¿Un robo limpio en tan poco tiempo?, imposible pensó. Confuso, se acercó al acantilado, y vio una masa de gente rodeando un gran trozo de hierro. ¡Dios, he matado a alguien!
Casi rodando colina abajo pudo ver como aquella masa se agolpaba en el portón trasero, y aterrado por la sensación de haber provocado una catástrofe, corría como alma que lleva el diablo.
Con la gabarra ladeada, la gente trepaba por las paredes de la misma, y Ángel, aproximándose a ella, pudo observar como todos giraban la vista directamente hacia él.
Una muchacha joven y rubia con delantal, se abalanzó sobre este, y él, que se encontraba aterrorizado, no entendió nada. Ella apretó sus brazos sobre él, y dijo, ¡Eskerrik asko!.
