Cuando el alma no entiende de celdas

Escrito por: Luis Manuel J. S.

Su postura no era cómoda. Recostado, con la cabeza apoyada en la pared y su cuerpo encima de aquel deteriorado colchón, giró la cabeza y estiró la mano para poder abrir un poco más la ventana. Desde esa posición contemplaba como el cielo iba cambiando su color desde un gris siniestro a un negro tenebroso que anunciaba, sin atisbo de duda, una inminente tormenta otoñal.

Se empezaron a escuchar las gotas que desafiando los seis barrotes verdes rebotaban acompasadas contra los cristales. Abrió un poco más la ventana con el ánimo de sentir mejor la lluvia incesante tan poco habitual por aquellas latitudes.

Cerró los ojos con fuerza para ahuyentar uno de sus sentidos y al mismo tiempo fortalecer otros dos. Su oído pasó a desempeñar un papel importante. Se detuvo a escuchar con atención, a diseccionar el retintín del agua sobre los tejados metálicos de los módulos vecinos. También aspiró con fuerza el aire para que su olfato le transmitiese aquel añorado aroma a tierra^ mojada tan característico de su infancia.

Se incorporó con alguna dificultad, se sentó sobre la cama, posó su cabeza entre las manos y comenzó a recordar todas aquellas dudas que le asaltaban desde que entró en prisión:

-Ese irrefrenable impulso de volver al punto de tu vida en que se toma una decisión equivocada y cambiarla; para vivir un camino completamente diferente al recorrido.

¿Dónde se esconden los caminos que no se han vivido? ¿Qué personas esperan aburridas en sus veredas mi más que improbable paso? ¿Quién se ha aburrido de aguardar mi llegada y ha decidido marcharse? ¿Quiénes se habrían cruzado si yo hubiese decidido girar en aquella encrucijada y emprender aquel sendero que me es ignoto? ¿Qué clase de guijarros tendrán los caminos que me quedan por recorrer? ¿Con qué individuos me encontraré en ellos?… “

Se frotó la cara y, sin abrir los ojos, continuó desafiando a su mente con reflexiones más o menos coherentes:

-Durante la juventud vivimos como si fuésemos inmortales, ¿cuándo cambia eso? ¿Cuándo se termina esa sensación de omnipotencia? ¿Se va diluyendo con los años o se produce a una edad concreta, en una fecha fija?

Esos momentos decisivos en la vida en los que todo cambia para siempre son de una normalidad increíble, superlativa, insultante. Imperceptible y magnífica a la vez. Suceden en cualquier instante, sin saberlo, sin notarlo, pausada y silenciosamente. No se produce ningún cataclismo, ni un huracán, ni un terremoto. No suena un timbre que nos avise, ni una sirena,..- nada ni nadie nos alerta de que algo importante va a acontecer. “

CUANDO EL ALMA NO ENTIENDE DE CELDASEn ese instante apareció súbitamente en su memoria la figura de su padre. Recordó el gran profesional que había sido, un magnífico contramaestre y un excelente ser humano. Aquellas manos habían pilotado buques gigantes. La vida le había arrancado poco a poco las palabras, pero sus gestos y acciones compensaban con creces esa carencia en su carácter. Era un orfebre del diccionario. Trataba sus frases cortas, casi lapidarias, como si fuesen joyas. Movió la cabeza y levantando la persiana de sus párpados, pensó: ~su mundo era tan extraordinario que a su lado el mío parece insignificante”.

Cogió el mando de la televisión y pulsó el botón de encendido. Aquel ~on” dio paso a la voz característica del locutor que llevaba con maestría su programa de radio favorito. Ángel Lobo conducía “El Saltamontes” magistralmente y presentaba a B.B. King y a Eric Clapton enzarzados en una disputa pacífica, una incruenta batalla de guitarras. Uno rasgaba su querida “Little Lucy”, y el otro sacaba provecho de su “mano lenta” para -entre los dos- arrancar las emociones latentes en un viejo blues.

Con el fondo de la música negra que tanto le gustaba, se levantó y comenzó a caminar de un lado al otro de su diminuta celda. Se sorprendió a sí mismo comparando aquel paseo a una navegación. Una navegación de nueve pequeños pasos, desde la puerta de hierro cerrada a cal y canto hasta los seis barrotes de la ventana. Minúscula singladura sin rumbo ni cuaderno de bitácora. Parecía improbable encallar el barco de la vida en unos imaginarios acantilados, circunscritos a aquellos escasos diez metros cuadrados. Pero él sabía que en aquel cementerio de vivos, muchos llevaban su existencia a la deriva con una certidumbre casi matemática.

En su ir y venir se encontraba a babor, un plato de ducha, un inodoro y un minúsculo lavabo de aluminio. Dos mesas de hormigón alicatadas de un azulejo blanco, frío y desangelado, escoltaban varios huecos que intentaban cumplir su función como estanterías. Se amontonaban muchos libros y algo de ropa.

A estribor, un cuadro de corcho con retratos de las personas que añoraba, sujetas con chinchetas, formando una especie de mosaico vital de su memoria. La cuadratura del círculo se cerraba en una pared blanca y dos literas de hierro ancladas al suelo.

Todo aquello era su mundo desde hacía algunos años, muchos meses, quizás demasiados días.

Siguió paseando de norte a sur y viceversa de aquella pequeña estancia que un día, ya lejano, le asignaron como su “hogar”.

Cansado de tantas idas y venidas, se sentó sobre el catre y comenzó a liar un cigarrillo. Había empezado con ese vicio al entrar en la trena y ya se había rendido a ver pasar los días a través de una columna de humo. Consumió el tabaco en sólo tres caladas profundas. Lo apagó mientras echaba una mirada húmeda a través de los cristales de aquella tarde otoñal. Dejó ir su espalda hacia atrás notando el duro metal que hacía las veces de jergón, mientras su cuerpo atravesaba la fina colchoneta.

Acurrucó su cuerpo entre las mantas al tiempo que se seguía deleitando con la imperturbable lluvia.

Se imaginó de la mano de cualquier Amelie, en algún camino todavía no recorrido, paseando calle abajo, sonrientes, sobre el suelo adoquinado y húmedo de Montmartre, en una bucólica mañana de domingo. Y poco a poco, mientras esa imagen de aquel París tantas veces visitado llenaba todos sus sentidos, se fue quedando dormido. Imaginando.

Antes de que el sueño le venciera por completo, recordó con una media sonrisa dibujada en su cara, la frase con la que un día un compañero le animaba a salir de la conocida y recurrente depresión:

‘Querido amigo, no olvides nunca que la imaginación, como el alma, no entiende de celdas”.

 

* 1º Premio categoría Microrrelato en el Certamen ”Picapedreros” de Poesía, Guión y Microrrelato 2017 para centros penitenciarios

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