Mamá pingüino

Me encontré a Irene en el baño, sentada sobre una pelota.

El local había cerrado. Estaba limpiando, ya había desalojado a los clientes. Trabajaba allí de camarero, sirviendo copas tras la barra.

- ¿Qué estás haciendo?
- Incubando -afirmó, sentada de cuclillas sobre un balón-.
- Eso es una pelota, Irene.
- No, es un huevo -dijo con gran seguridad, estaba perdidamente ebria-.
- Anda, levanta -le intenté coger del brazo, pero me dio un manotazo-.

botella whiskeyConocía a Irene de hacía ya un par de meses. Venía con su grupo de amigas todos los sábados sin excepción. La había visto bebiendo, hoy me pidió chupitos gratis, pero no imaginaba que hubiera acabado tan mal.

- ¿De dónde has sacado la pelota? -pregunté-.
- No es una pelota.
- Bueno, el huevo.
- De mis entrañas. De aquí nacerá mi polluelo.
- Venga, por favor. Irene, ya está bien, levanta. Tengo que cerrar. Tienes que irte.

La cogí del brazo. Tiré con fuerza y se cayó al suelo. Empezó a gritar.

- ¿Qué haces? -empezó a lanzar patadas al aire, para que me alejara-. ¡Mi huevo!

El balón quedó desprotegido. Analizando la situación, tenía que tomar medidas drásticas. Quería volver a casa, era muy tarde para discutir con una borracha. De un impulso cogí la pelota, corrí hasta la puerta y la lancé con todas mis fuerzas a la calle.

Al exterior.

- ¡Mi bebé! -gritó Irene, histérica-. ¡Ladrón! ¡Monstruo! ¡Asesino!

La pelota, en lugar de botar, crujió. Abriéndose. Una masa gelatinosa se derramó por el suelo. En su interior, rodeado por la yema, un feto humano.

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