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El cántico de los novios de la muerte

Posted By Irene Maciá On 15/04/2021 @ 09:00 In El sueño de | No Comments

Caía una densa y fría noche de primavera de 2006 sobre la alicantina ciudad de Elche. Por suerte, era una noche bastante animada, como correspondía a aquella semana. Era Martes Santo. Bueno, realmente ya Miércoles Santo si tenemos en cuenta que eran entre la una y las dos de la madrugada. Esa franja horaria aún conservaba devotos despiertos, junto con alguno al que el sueño ya le empezaba a vencer. Ése era mi caso, el de una niña de unos nueve años de edad que regresaba a casa, con velón eléctrico en mano y capirote sobre él, tras su estación de penitencia, concluida en la Plaza del Congreso Eucarístico.

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Mi camino de vuelta, con muchos atascos y paradas debidas a la todavía masiva afluencia de espectadores e intervinientes en otros desfiles ya finalizados, contó con una observación muy particular. En un paso de cebra, justo a la entrada del Ayuntamiento, me encontré con la última procesión del día que aún se encontraba en pleno itinerario. Conocía perfectamente a su protagonista, el Santísimo Cristo del Perdón, parado frente a mis ojos y entronizado con un gran manto de flores a sus pies. Pero mi sorpresa fue mayúscula: delante de él, con unos pasos atronadores que retumbaban desde la Plaça de Baix, marchaba un conjunto de soldados grandiosamente acompasados, con sus uniformes y sus armas al hombro. Y detrás del Cristo, siendo una tradición que ya se ha diluido en los últimos tiempos, marchaba portando un almohadón con grilletes el preso al que iban a reinsertar en la sociedad, como era costumbre por cada Pascua de las de antaño. Los Legionarios, como así se llamaban los custodios del Cristo del Perdón, se preparaban para entonar su emblema: el himno El Novio de la Muerte.

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Esta devota escena que descubrí de niña, y que tantas veces hemos observado en diversos puntos de la geografía española, desde Elche hasta Málaga con su Cristo de la Buena Muerte, no merece quedarse solo con el mero formalismo o protocolo que contemplamos cada Semana Santa a simple vista. Menos debemos adjudicarlo solamente así, tratándose de la exclusiva figura de la Legión.

Yo también me adhiero a su unánime cántico, y quiero que todos hagamos lo mismo. Me gustaría, como si de las gestas épicas cantadas por Homero se tratasen, entonar las gloriosas hazañas emprendidas por la Legión de nuestro hoy.

Son Novios de la Muerte, porque fieles al legado de sus ancestros, los legionarios llevan a su nación en la boca y a sus mujeres en el corazón. Así dicen sus ojos mientras se alejan: “Adiós, amada mía. Me despida a tus pies por un tiempo o para siempre en el batallón, lo haré con nuestro mutuo amor en mi cuerpo”.

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Montes de calaveras pueden esperar desde lo lejos del camino a los legionarios que izan la bandera que preside su combate, pero recordando la piadosa mirada del Cristo ilicitano del Perdón, ellos levantan la cruz y las cargas de la pelea aun con las manos callosas, los hombros dislocados y las espaldas llagosas.

Como aquel Jesús que nos amó extremadamente hasta esa muerte que es vista de frente con valentía por los legionarios, al igual que por el primogénito del poeta Miguel Hernández un siglo atrás; por su amada, la mujer y la patria, ellos son capaces de derramar su sangre sobre la tierra en justo amor hacia los suyos.

Y como si de la vuelta a la vida desde el profundo Sheol se tratase, los legionarios regresan a casa con estas alegres palabras en los labios: “Aleluya, amada esposa mía. La victoria es nuestra y de Nuestro Señor”.

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Quienes me hayan leído esperando revisiones de las crónicas recientes de la Legión y se hayan topado con esta sencilla epopeya, bien vibrante les digo así: en un siglo XXI que a menudo ha caído en la apesadumbrada desgracia considerada por nuestra generación, la amorosa entrega que los legionarios vuelcan en su prójimo es la más sobresaliente misión que ejecutan en estos tiempos. Y como el Perdón advocado en el trono custodiado por ellos en Elche, ojalá que este ejemplo perdure en una futura vida, próspera y eterna, que aguardamos impaciencia.

Así continuará mi Legión por siempre, pisando fuerte con zancadas que retumban desde la firmeza del asfalto hasta en la sensible reverencia de los balcones.

Tal y como sucedió en aquel de 2006 ante mi incipiente inocencia, pasarán otros nuevos Martes Santos, con mis zapatos de penitente sacudiéndose el polvo de una azarosa noche de fervor, mientras los legionarios se ganan las saetas compuestas en mi pecho y entonadas por mi mirada.

Todos por igual, al cielo con Él, valientes.


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