Blanca Navidad

Un ruido en mi ventana me despertó de madrugada. Mi madre me había mandado a la cama antes de las doce, justo tras la cena de nochebuena. Fui a mi cuarto pero era incapaz de dormirme, estaba demasiado nervioso. ¿Qué me encontraría mañana bajo el árbol?

Tras media hora intentando conciliar el sueño, sin éxito, alguien golpeó el cristal de mi ventana. Me levanté de la cama, inquieto. Vivíamos en un décimo piso, en un humilde bloque de apartamentos. Era técnicamente imposible que alguien hubiera subido hasta mi ventana. Al menos, no una persona normal.

  • ¿Santa? -pregunté, intrigado-. ¿Eres tú?
  • Sí, sí, abre -respondió-.

Santa-Claus

Al abrir la ventana, alguien cayó rodando por el suelo. Llevaba una enorme y mugrienta barba blanca, un traje de terciopelo rojo y el pelo enmarañado. Sin embargo, por alguna razón, no llevaba pantalones.

  • Santa, ¿por qué estás en calzoncillos? ¿Por qué estás tan sucio?
  • Baja la voz, chaval. Que nos van a escuchar tus padres. No querrás que te encuentren despierto y descubran que no eres un niño bueno, ¿verdad?
  • No, no. Seré bueno. Bajaré la voz.

Santa olía a sudor, alcohol y tabaco. Parecía llevar días sin ducharse.

  • ¿Dónde están tus renos? -pregunté-.
  • Me caí del carro, chico. Di una cabezada y solté las riendas del trineo.
  • ¿Tienes hambre? Mi mamá preparó galletas y un vaso de leche para ti.
  • No estaría mal, anda, tráemelas. Aquí te espero.

Abrí la puerta y, con muchísimo cuidado, bajé hasta el salón, donde, por algún motivo, los regalos ya estaban colocados bajo el árbol. Agarré las galletas y el vaso de leche, lo subí hasta mi cuarto.

Al abrir la puerta, encontré a Santa esnifando polvos en una cucharita. Sentado sobre mi cama. Tras hacerlo, se apretó la nariz con los dedos y agitó la cabeza con los dientes apretados. Al retirar la mano, le cayó un hilo de sangre de la nariz hasta la barba. Se levantó de un salto y tomó las galletas. Se las zampó de tres bocados, agarró el vaso de leche, se lo bebió. Engulló todo y resopló.

  • Ahora sí que sí -dijo, agitando la cabeza-.
  • ¿Estás bien, Santa? -pregunté-.
  • Mejor que nunca. Necesitaba un poco de energía, polvos de hada. Gracias por todo.
  • Gracias a ti, Santa. Por tanto -intenté agarrarle de la mano, pero me apartó-.

El viejo abrió la ventana, dio unos pasos hacia atrás, cogiendo carrerilla, y se lanzó al vacío desde la décima planta. Asustado, corrí a asomarme, vi como caía en picado directo hacia el suelo.

Sin embargo, a escasos metros de estrellarse, fue interceptado por un carro conducido por renos. Agarró las riendas, y ascendió por el cielo. El silencio de la noche se llenó de carcajadas, bramidos de renos y el tintineo de campanillas.

Mientras ascendía, se asomó por última vez a mi ventana, mientras se ponía los pantalones. Se los había dejado en el trineo. Levantó el pulgar, mientras guiñaba un ojo. Orgulloso de mí.

Volví a mi cama, incapaz de conciliar el sueño. Con una sonrisa de oreja a oreja.

Gracias a mi ayuda, Santa tendría energía suficiente como para aguantar el resto de la noche. Con un par de galletas y un vasito de leche, había salvado la Navidad.

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