El corralito
De niño, recuerdo que tanto mi madre como mi abuela, me amenazaban constantemente. Y mi padre nada decía, dado que nunca estaba en casa. Si me negaba a tragar la sopa de verduras hervidas, a beber la leche con nata o a ingerir los amargos tónicos medicinales, me hacían saber que esa noche, esperaban por mí tanto el cuco, como el hombre de la bolsa, el chancho sin cola y el lobo feroz.
Si no dormía la siesta, acomodaba mi cuarto, iba al dentista o aceptaba las vacunas sin llorar, ellas esgrimían las siniestras figuras de la vieja carterita, la gallina coja o el duende Coquena.
Si rehusaba acompañar a mi abuela, todos los días, a la primera misa de la mañana, a abandonar un partido de fútbol justo en la mitad, a darme un baño y allí utilizar sobre mi cuerpo una esponja vegetal, con seguridad –sostenían malhumoradas- yo iba a ser la próxima víctima del cura sin cabeza, la mano peluda, la mujer araña y el jorobado loco.
Hoy en mi adultez, le temo a la oscuridad, a las mujeres -todas- a los animales, a la soledad geográfica y también a los hombres o niños con alguna deformidad física o mental.
Por ello es que un día, opté por no salir de casa nunca más. Continúo viviendo con mi madre y ambos subsistimos con la modesta pensión que papá nos dejó al morir. Si bien mi abuela ya no está, mi madre les refiere orgullosa a sus pocas amigas, el buen hijo que siempre fui.
