Elogio de la maternidad

Se comprende el arrobo, el Dios que tuvo
necesidad de un vientre.
Sólo es grande el aliento de la vida
en la luz generosa de la sangre materna,
en los pechos que acercan sucesión de latidos
como puente abrazado a dos orillas.

 

Sólo pueden amar la noche aquellos
que vienen de la sombra.
Honor a las muchachas
fértiles, persuasivas, de sonrisas hermosas
que prolongan los dientes más allá del esmalte.

 

Todo a su sentimiento lo reduce
la amante complacida, la que aloja
dentro de su dichoso monasterio el
beso azul de las constelaciones,
la polifonía donde se ensanchan alrededores de
existencia. Ya emerge de tu cuerpo
vida como semilla de universo embriagado,
el nuevo peregrino
que viene caminando con tus pies.

 

Ya avanzas degollando la niebla entre tus manos
–caricia interminable- y la mañana
se puebla de conciencia femenina.
Ya resuenan delante de tus pasos
las cañadas del cielo.
¡Santuario dichoso de paredes mayúsculas!

 

Se va ensanchando en ellas de carne generosa
aquel que se aproxima gentil como una proa,
el cuerpecillo leve
que enciende el universo y se queda dormido
en medio de tu nombre. ¿No envidian las estrellas
la fuerza genitiva del corazón amado?

 

Una mujer es muchedumbre
y su cuerpo caricia prolongada en el alba.
Vientre materno: místico oleaje
donde la luz se impregna de brillo diferente,
victoriosa avidez, arroyo santo
de rostro femenino coronado hacia dentro.

 elogio de la maternidad

¡Ay de los ángeles, pues no tuvieron albergue!
Ellos hubiesen preferido un óvulo,
un arrecife cálido, la voz del crecimiento,
hundir cada mañana
sensaciones de tacto en los cabellos
sueltos en plenitud de piel de escarcha.
Pero nunca han besado la luna sobre el agua.
Nunca supieron, alas temblorosas,
las noches íntimas donde el amor se espesa.

 

¡Fuente hermosa añadiéndote a ti misma
sin doblegarte! El grito que se acerca remonta
en tu cobijo la flor de lo inmediato,
magnitudes crecientes que la curva limita,
el plagio de tu imagen en cada puerta que se abre.
Bien venga el esplendor, el incipiente
latido de su propia expresión resucitado,
el corazón que bajo el alba
le hace un guiño a los pájaros.

 

Bien vengan las mejillas donde fluye imperiosa
la caricia benigna de la tierra,
los bellos desconchados del nácar de tu pecho,
el huésped tímido que te hace cómplice
de la creación. Apenas es un éxtasis,
un enjambre de rosas
y ya la plenitud sabe que existe.

 

Eres presencia fiel del sentimiento,
un galope de luz que se amontona,
diamante proyectado
desde la orilla al centro de una estrella.
El alma se me enreda en el paisaje
cuando miro tus ojos, mujer, llenos de flores, dos
pómulos manchados de sonrisas,
el cáliz de la aurora,
vida nueva dormida entre los brazos
como una rosa de silencio.

 

¡Ay de los ángeles, altas bandadas huérfanas,
nebulosas errantes, sin contorno,
eternamente sueltos como la brisa en la mañana!
Ellos hubiesen elegido
una tarde de mayo con jazmines,
caricias de muchacha
de dedos como alondras y mirada perversa.                             

 

Dichosos se alzarían si pudiese ser suyo
el fulgor de los pechos
donde liba la abeja de la continuidad,
dos manos que aletean el alba de los cisnes,
la gardenia gozosa que fluye de tu vientre
como río de música.

 

* 1º Premio categoría Poesía en el Certamen ”Picapedreros” de Poesía, Guión y Microrrelato 2019 para escritores del exterior

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