Para pedir la luna

Deja que te lo explique, no en palabras
-que con palabras no se entiende a nadie-
sino a mi modo oscuro, que es el claro..
(Mirta Aguirre)

Verán, antes,

con la horma que tensaba las pieles de la infancia

y en el viaje infinito de seguir siendo niño

salpicando en los charcos, creaba, entre el sol y el aire

tantos salvoconductos como horas tenía el día.

 

Luego estaban los sueños y algún acto amoroso

de admiración a Irina que hacía de mí un idioma,

un revulsivo contra el aburrimiento,

un dialogo a dos bandas en el que solo ella

hablaba diferente y en sus labios había mil posibilidades

para pedir la luna lanzándome a vivir cada minuto.

 

Irina de mis gozos resucitando instintos

y dándome a beber de sus pechos primicia

alzados de repente en las atarazanas de los 14 años

como un placer perverso.

Irina olía a cantueso, a bienes y servicios,

también a yerbabuena y un poco a manzanilla,

y en sus ojos de gata la canela del alba

distorsionaba el tiempo para no distraerse.

 

Las noches que había luna pedíamos mil deseos

tendidos bocarriba contando las estrellas

y aprendiendo, nostálgicos,

que nada es como ayer pero todo es lo mismo,

y que más que las reglas valían las actitudes.

Después vino la guerra y en Mostar cambió todo

y nada era de nadie sino que de uno mismo,

que todo fue un problema y ya no hubo más gozos

que debían celebrarse.

 

De Irina –luz de luces y guía contestataria-,

conservo dos fragmentos de una carta raída,

en los que me dibuja que me quiere un poquito

y por eso me sueña en pecado mortal.

 Luna

Han pasado seis años y en la balada triste

de esta vieja azotea que es burbuja asfixiante

de pasiones y angustias y  tal vez tres prejuicios,

etiquetado para regalar un tiro en la cabeza

a todo aquél que ose cruzar por la avenida,

llevo ya casi un mes y así, sin darme cuenta,

he matado sin pena cuarenta y cinco hombres,

diecinueve mujeres y diez niños pequeños

que deambulaban solos como perros sarnosos

en busca de comida entre las tristes ruinas.

 

Los he matado así, con una bala fría

reflejada en sus ojos de niebla y cicatrices,

en la magra ilusión de que un día acabe esto

y volveré a mi casa para olvidar el sueño.

 

Mientras tanto, la guerra continúa inexorable

y ahora tengo un problema de sensibilidad

porque ayer mismo,

sobre una bicicleta de colores tardíos,

trenzas sobre los hombros de capricho y de luna

y con una sonrisa encantadora,

mirándome a los ojos que ella sabe que tengo

pegados a la mira telescópica de este fusil de muerte,

una niña delgada como un junco

y el hambre entre los labios de aguapronta,

cruzó a todo lo largo mientras caían dormidos

unos copos tan grandes como su ojos negros.

 

El dedo iba a apretar el sumiso gatillo,

para que aquella bala dejara entre los ecos

su larga cabellera en un charco de sangre

bajo la bicicleta con las ruedas girando

y todo fuera al fin lo que estaba previsto.

 

Pero algo sucedió como una luz primera

en ese gesto suyo de saludarme altiva

haciéndome tan cómplice en la felicidad.

 

Volvió a cruzar la calle cuando el día declinaba

en ese pedaleo que creaba un mundo propio

tan irreal como hermoso y a la vez adyacente.

Miró hacia la azotea y levantó la mano

en el malabarismo de su eterna sonrisa

para decir que estaba allí ineludiblemente

como si fuera un trino.

Y la luna de Mostar, que siempre ha sido vieja,

era como un retrato sobre la lamparilla

de su cara de nácar y de soles.

 

No sé cómo se llama pero sí que es bonita,

y en juegos de artificio de sus ojos castaños,

el mundo que se ve a través de la mira,

me va añadiendo algo que perdiera una tarde

a lomos de la luna en los ojos de Irina,

que cuando esto termine celebraremos juntos,

que hemos vuelto a nacer…

* 1º Premio categoría Poesía en el Certamen ”Picapedreros” de Poesía, Guión y Microrrelato 2022 para el exterior

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