Suvorexant
Pala al hombro, mandíbula suelta tras seis traguitos de anís, listo para la faena. Fue atardeciendo a medida que paseaba por las callejuelas del cementerio, hoy fue un día tranquilo, casi sin visitantes. Estuve abrillantando nichos y recogiendo las coronas de flores que lanza el viento al suelo. Vivo aquí, en una casita intramuros, cuido de que ningún bellaco entre a destrozar tumbas. Os sorprendería la de veces que intentan entrar.
Caminé hasta el fondo del cementerio, el último trozo de tierra en el que cavar. Hacía años que nadie pagaba una tumba completa. La gente se conformaba con los nichos.
- ¿Aún no lo has enterrado? -me preguntó furiosa mi jefa, Isabel, hija de la antigua propietaria de la funeraria, surgió de la nada-. Te dije que corría prisa, te mandé esta mañana enterrarlo. Han pasado diez horas. El cadáver sigue aquí, patán.
- Jefa, está muerto, ¿qué prisa tienes? Del ataúd no va a salir -conocía a Isabel desde que era una niña malcriada, la vi crecer-. Los muertos no pueden sentir nunca más.
- Teodoro, maldita sea. Me pagaron el triple que de costumbre por enterrarlo. Lo antes posible, me exigieron. Y ahí sigue.
- Y ahí seguirá, jefa. Tranquilícese. Estar muerto, estar enterrado. Qué importa el orden. Si nadie ha venido siquiera a despedir a este desgraciado. Voy a enterrarlo.
Isabel se sentó sobre una tumba cercana, desistió. Y, sin nada más que decir, comencé a cavar. Al octavo palazo, algo inaudito. Gritos, provenían del ataúd. El supuesto cadáver volvió a la vida de una patada. Se alzó, un joven asiático, sudando a mares. Nos miró, gritando algo en un idioma ininteligible, y salió corriendo, más vivo que nunca.
