Poetizar de pensamiento

El que ha perdido el mundo,
quiere ganar su propio mundo.

Friedrich Nietzsche

 

Cierto rezo de contrición que alguna vez me enseñaron en la escuela reclamaba el perdón celestial por haber pecado “de pensamiento”. Recuerdo que años después, cuando, parafraseando a Sartre, pude hacer algo distinto con lo que habían hecho de mí, pensé: “Qué minuciosos son los métodos policíacos de las religiones instituidas, que hasta allanan la voz de la conciencia en busca de evidencia incriminante…”. Ahí encontramos a la culpa, claro, ese poderoso veneno de los monoteísmos occidentales, al decir del filósofo de Sils-Maria.

La psicología hace otro tanto en nombre de la ciencia, pero esta vez con fines terapéuticos y ya no punitivos, aseguran los racionalistas. ¿Ya no? Mientras lo escribo me resuena el nombre de Michel Foucault, quien estudió las representaciones que construye el poder para ejercer el control social, ahora escudado tras la noción de la objetividad científica, dogma del nuevo siglo. Y ya no estoy tan seguro de que el haber trocado la sotana negra por el guardapolvo blanco no contenga el mismo trasfondo: mantener al sujeto sujetado.

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Ah, la conciencia… Última trinchera de la intimidad, refugio de la individualidad en un mundo donde las fuerzas sociales, a través de las instituciones, buscan denodadamente diluir a la personalidad en la sopa indiferenciada de la masa. Sólo importa la sociedad, vociferan los propagandistas del igualitarismo a ultranza, tanto liberal como izquierdista. Qué bueno que todos seamos iguales ante la ley, me digo. Pero eso sólo ocurre, justamente, en la abstracción del “Sujeto de derecho”, pues en la realidad más palpable somos todos diferentes. ¡Y que viva la diferencia! Sin embargo, uno de los discursos “políticamente correctos” que hoy domina, con su retórica hipócrita de pretender simpatizar con todos, tan afín a la mentalidad acomodaticia pequeñoburguesa, llama a un igualitarismo sin límites. Y así, destacarse en pos de la excelencia, diferenciarse yendo tras lo sublime o retraerse sobre sí mismo para construirse como una escultura, cree este progresismo simplón, es darle la espalda a la comunidad. Excusa perfecta para desacreditar cualquier intento de subjetividad, de desarrollo de una individualidad que, solitaria, irreverente, excepcional, busque elevarse por sobre la llanura de la mediocritas.

Y si se trata de lidiar entre el sujeto domesticado versus el individuo autoesculpido, busquemos los últimos focos de resistencia en el artista. Sí, el artista. Personalidad indómita y sublime, él encarna hoy por hoy al Único stirneriano, al rebelde de las constricciones sociales, al refractario de las moralinas que desperdigan los teledemagogos con disfraz ovino de “formadores de opinión”. Porque, volviendo a los griegos, sólo ellos construyeron su existencia a partir de lo estético: la propia vida vivida como una obra de arte. Lo Bello por sobre la Culpa, la Creación por sobre el Pecado: primeros pasos para edificar una ética postburguesa y postcristiana.

En este sentido, el poeta es aquél que no peca de pensamiento sino que “poetiza” de pensamiento. Y no necesita de guardianes de la moral, pues su lengua está a la vista de todos. Irreverente y solar, él mismo la muestra y se muestra. Encaramado sobre la libertad que se supo conseguir, el poeta no teme decir aquí estoy. La palabra valiente, el gesto audaz del que se sabe diferente… he aquí el ser que encarna la voz hedonista y afirmativa en una comunidad reprimida por la moralina del deber. Es hora de cuestionar toda herencia, de tomar el control para modelarnos a nosotros mismos como una obra de arte viviente. Moral y estética fusionadas por la alegría del estar.

El poeta, en fin, es un aristócrata del espíritu, un rebelde de los lugares comunes. Y no necesita que ningún censor con alzacuello o delantal venga a hacerle una lobotomía confesional. No: el poeta juega, imagina, construye y destruye. Hace estallar el significante en mil significados, junta los pedazos y sigue jugando.

Frente al discurso monárquico y oficial de las instituciones, que quieren significar una y solo una cosa, está la voz anárquica y solitaria del poeta, ese francotirador que desmantela los sentidos e invita al lector a volverse partícipe de ese fino desastre que ha hecho: que cada quien interprete lo que quiera, pues sus versos son de todos.

Libertad bajo palabra, reclama el artista-bonzo ante el fiscal defensor de los valores instituidos. Alguien debe inmolarse frente a esta línea de montaje de seres serializados, que es la sociedad de consumo. La estupidización teledirigida es la pandemia inerradicable de nuestro tiempo, créanme. Pues bien, ante la lógica intrascendente del rebaño, el artista es la oveja negra que se interna sin temor en el campo abierto de lo novedoso, dispuesto a inventar nuevas formas de existencia. Está solo, es cierto, pero no se parece a ningún otro.

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