Las paredes de la minúscula sala de espera están cubiertas de carteles. Clavadas con chinchetas, a dos metros del suelo, hay un millón de ilustraciones infantilonas. Es como volver a la escuela.

Un teléfono móvil dentro de una señal, de esas de prohibición, reina sobre nuestras cabezas. Tres palmos más abajo, todos sentados, todos con las piernas cruzadas, todos móvil en mano; todos menos yo. Tres niños, de ojos vidriosos, deslizan sus deditos frenéticamente, sin despegar la mirada de la pantalla ni un momento. Me dan ganas de extirparles los aparatitos. Me imagino la escena: un hombre hecho y derecho abre la ventana para, impasible ante los gimoteos de los tres mocosos, arrojarlos con todas sus fuerzas al parquecito vacío y olvidado que algún arquitecto, desconocedor de los más recientes gustos de la población infantil, decidió colocar junto a la entrada al edificio.

Una mujer con uniforme de enfermera esgrime un índice muy estirado frente a sus labios. La boca cerrada, irónicamente dispuesta para una vocal perfectamente abierta, tiene un deje de reproche, de desaprobación. El resto de habitantes de aquella sala, adultos, vocean mensajes incomprensibles, con la mejilla firmemente apretada contra sus dispositivos portátiles. Dos de los niños empiezan a pelear. El griterío crece. La disputa se resuelve con el gesto aturdido de los respectivos progenitores. Nada más devolver a los agresores sus respectivos teléfonos, los mismos que les habían sustraído a modo de reprimenda, los dos regresan a su silencioso estado de ensimismamiento.

Cuando empiezo a impacientarme, el doctor Ramírez, viejo conocido, aparece por el pasillo. Cuando le repito que quiero ver a mi padre, me dice que eso no puede ser, que murió hace meses, que tiene un colega, un psiquiatra, que podría ayudarme mucho. Todo el mundo se ha vuelto loco.

* 1º Premio categoría Microrrelato en el Certamen ”Picapedreros” de Poesía, Guión y Microrrelato 2019 para escritores del exterior