Así que de la vida
Así fueron contándose los días
y fueron contándose los cuentos,
sin que se repitiera ni uno solo…
(Luis A. Hernández)
En el largo pasillo se abren puertas,
se adivinan palabras en susurros,
gente ajena que insiste en lo del hambre,
ventanas a la luz clara de otoño
y amarillos de alfombra entre las hojas,
altillos de esperanza infinitivos
que te llevan al sueño de sentirte un regalo
que das a esos que sabes
tienen menos que tú. Callas y a tientas,
en ese trazo largo de la tarde
con un sol amarillo como el trigo,
en donde se presienten tantos sótanos
o los pozos profundos donde van enterrando
con sus nombres anónimos y sus pieles distintas
a parias de la tierra, por el hecho
(que, además no es tan simple),
de que no nos malogren nuestra vida.
Sólo después de un rato que puede ser un siglo,
un soplo, un fogonazo, una patera,
los cerezos en flor entre la lluvia,
algún beso de azúcar, un santiamén siquiera
-y si no estás de acuerdo, da lo mismo-,
es posible que te pongas de acuerdo
con tu obtusa conciencia, e incluso,
sin querer o queriendo abres las manos
para dar las migajas, arco iris de colores,
obedeciendo a escrúpulos o impulsos diferentes
en esa soledad del qué dirán. Retornas,
horadado por un toque de gracia,
otra vez al pasillo donde se abren las puertas,
se van contando días y contando mil cuentos,
y de un tirón te arrancas los ojos de vergüenza,
destruyes las palabras, porque así, sin oírlas,
te sentirás mejor ¡Qué sean los otros!
los que lo solucionen. Tú, encerrado
en la dulce moldura del insomnio. Luego
una voz se te queda pegada a la conciencia
y el reloj –paso firme- llega donde no llegan
el alma y las ventanas. Sin embargo resulta,
que todo es como ayer y te despiertas,
conminado a entregarte en cuerpo y alma
a esos que llaman prójimo.
Y en el largo pasillo otra vez se abren puertas
que hablan el mismo idioma..
Todas están en él. Todas contigo.
Tú, siendo parte de ellas y ellas tú,
mirándote en los ojos oblicuos, negros, verdes…
que en los tuyos se miran.
Y te vas dando cuenta –nereida de las aguas-,
que estás en ese cruce de caminos,
en el que sólo encuentras lo que llevas encima.
Yen lo que no se dice, pero empieza y acaba
en tu forma de ser, en cómo te comportas
(linfa de los humores de los sueños),
con la tierra, casi en agotamiento
que te ha dado la vida y la fortuna,
te paras a pensar, quieres correr el riesgo
de abrir esas ventanas y, desde ese minuto,
reciclar y vivir, contar que el cuento,
de una niña con zapatos gastados,
jugaba por la hierba recién amanecida
con su moña de trapo con ojos de alfileres;
a ser eso, ya ves: tan sólo un hombre,
que nunca ha enarbolado violencias de género
ciudadano del mundo que también cuenta cuentos,
da la mano y sonríe, ara, siembra, recoge,
y algunas veces reza mientras anda
sintiéndose un ser libre.
Y es entonces, de pronto, que le dices a Tere
(que te ha querido siempre y te ha dado dos hijos):
No aspiro a que me quieras mañana como ahora,
pero sí lo recuerdes cuando seas viejecita.
Te sientes como un mago, y la vida
(sonrisa de ababol miniada entre una albina
pintada de prebendas y de antojos),
vuelve a ser ese río que lleva el agua clara,
el azul de los cielos, los vencejos,
la magia de las flores y los nidos,
el que un niño sonría porque comió tres veces,
jugó con la pelota, fue a la escuela y abrió
una caja por estrenar de lapiceros…
Afuera,
con esa luz tan roja del crepúsculo,
anda la tarde cobrándose sus toses,
volviéndose fornida y más alegre,
perdida en las rutinas, deseando
-ojalá fuera cierto-
regresar a la infancia e irse quitando,
de golpe y sin medida, casi un siglo…