Vuelta al hogar

Joaquín recorría la playa sin descanso, descalzo, con la piel cobriza de andar bajo el sol.

Sus pies, heridos por las conchas; sus manos, destrozadas de golpes contra la pared; su hígado, fulminado por el alcohol. Sin embargo, las olas le acariciaron con suavidad y ternura.

Apestaba, sus ropas harapientas iban sintonía con las pústulas de su espalda al descubierto.

Miró al mar, suspirando, aún ebrio, habló en voz alta.

—Quizá sea el momento de regresar —una leve sonrisa apareció en su rostro.

Sintió que ya había vivido demasiado. Había cosas que el ser humano no necesita ver para tener una vida plena. Y él, sin embargo, las había visto.

Descalzo por la playa

Joaquín vino desde muy lejos, quiso ver mundo, necesitaba entender cómo funcionaban las cosas —y lo entendió—. Necesitó probar el veneno de primera mano.

Se desnudó, tiró toda su ropa lejos de él. Y entró al agua.

Nada más rozar el mar, sus piernas se empezaron a descomponer en espuma, hasta caer, llenando de sangre la costa. Sus brazos se resquebrajaron y brillaron antes de explotar. Su cabeza se retorció sobre sí misma girando, llena de espasmos. Su cabellera se deshizo en tiras de pelo desordenadas y enmarañadas que flotaron sin más.

Y, rompiendo el hechizo que una vez le lanzaron, volvió a su forma original. Un delfín.

En su mundo, era el príncipe del Atlántico. Escapó, con ayuda de la magia, para ver cómo vivían los humanos, aquellos que presumían de ser los seres más inteligentes del planeta.

Quedó satisfecho con la experiencia, y se juró no volver más a la superficie.

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