Bigote de morsa
Hay un fantasma en mi pasillo. Nunca lo he visto, pero sé que está ahí. A veces, en las noches más oscuras, ilumina el pasillo con una dulce luz celeste. Recuerdo el miedo que le tenía cuando era pequeño. Nunca intenté contactar con aquella fuerza, no me parecía adecuado.
Hasta hoy.
Dejé mi smartphone en una silla grabando toda la noche. Justo en el sitio donde aquello suele aparecer. A la mañana siguiente recogí el móvil. Busqué con cuidado el audio de la psicofonía. Play. Silencio sepulcral. Aquello era mudo, o muy tímido.
De pequeño solía atravesar corriendo el pasillo, a toda velocidad, para no ser atrapado. Aunque aquello nunca intentó agarrarme. Una vez apareció en mis sueños, le vi bien, era un anciano con bigote de morsa, pelo corto, facciones tersas y enchaquetado. Me miraba, desde lejos. Parecía un vendedor ambulante de brebajes mágicos -de los que restauran cuerpo y alma-. Incluso en aquel sueño, aquello era mudo.
Durante años solía despertarme con un fuerte tirón del brazo. Me agarraba de la mano, intentando arrastrarme al suelo. Y, a veces, lo conseguía.
A las dos de la madrugada decidí sentarme en el pasillo. La primera hora fue aburridísima pero, a las tres, la luz azul empezó a iluminarlo todo. Me levanté, fui a su encuentro. La luz se percató de mi presencia y, de un impulso, me atravesó. Noté cómo se helaban mis entrañas.
No volvió a molestarme.
Sin embargo, siento que dentro de mi cabeza hay una nueva voz, me aconseja y felicita. Me acompaña allá donde voy. Aquello se niega a decirme su nombre, pero me agrada descubrir que, al final, no era mudo.